domingo, 23 de diciembre de 2018

Mamá Buda


El calor sofocante no amaina si siquiera al caer el sol, las luces de las calles aún no iluminan las aceras y las sombras se alargan. A esta hora la silueta de dos dragones me atrae, me llama y la sigo. Levanto la vista y los veo enorme, abriendo sus fauces sobre el umbral que cruzo. Cruzo el patio y comienzo a escuchar con mayor fuerza las voces de mujeres qu

e se elevan acompañadas de los acordes del gunzen y el ritmo de un tambor. El sonido me recuerda a China y sonrío. Me descalzo casi por instinto y subo los escalones. Es un pequeño templo que está repleta de mujeres ataviadas con túnicas blancas y que en su espalda lucen una mano que sostiene un loto. Una sonrisa amplia, radiante y acogedora me indica que me aproxime al altar y me invita a filmar a las mujeres que cantan los mantras que están escritos en chino en los libros que sostienen en las manos y sobre el altar las ofrendas, frutas variadas, el holung, la mano del dragón, sobres de papel depositados sobre una figura que se asemeja a un barco que retiran en un determinado momento para entregar al fuego más tarde. Una de ellas marca el comienzo de una nueva repetición sobre una especie de cascabel enorme de madera. Cantan al unísono, y la unidad que se respira es tan resplandeciente, las otras están sentadas en sillas, cantando. La anfitriona insiste en que rodee todo el altar y me ofrece una silla y un vaso con té verde.
Son las seguidoras de mamá Buda, nos dicen. Sólo admiten mujeres, solo dos hombres tocan los instrumentos en un lateral, casi ajenos a lo que allí pasa. Son mujeres mayores, con sus cabellos canosos, y sus arrugas muestran un gesto sereno, tranquilo, respetuoso.
Al ver el tikal en la frente que aún no se han borrado, sacan unos imágenes de Durga, Shiva y me las regalan, procedentes del templo hindú una calle más allá el Sri Maha Mariamman. Los cánticos prosiguen y nos sacamos unas fotos con el móvil mutuamente. La hospitalidad, el ser capaces de incorporar a los demás y saciar la curiosidad puede que sea una necesidad más cercana a la feminidad desde donde los puentes son más importantes que las fronteras. Quizás sea posible el acceso por ser mujer, quizás sea así porque nos reconocemos y nos alegramos de reencontrar la sana curiosidad de saber y descubrir otras formas, otras culturas.








Vínculos



-          ¿Qué te pasa?-  Te pregunté y me dijiste con tu mirada que estabas perdida, que no sabías qué hacer con aquel torbellino de emociones que te aturdían,  y no la dejaban ver con claridad dónde situarme y donde ubicarse. Era tan claro para mí, era fácil en aquel momento. Pero había dos años había sido complicado. Debía de facilitarle el camino y me decidí a hacerlo.
Me la llevé a la habitación, donde nadie nos interrumpiría, ni seríamos observadas. Nos sentamos en el sofá. Me acerqué a ella y le dije: - No digas nada, vamos tan solo a mirarnos. Vas a sentirlo, solo tienes que dejarte fluir. Deja que tu cuerpo te lo susurre. Escúchate.-  Nuestros ojos se miraron  y se fusionaron en una mirada tan dulce que la ternura que desprendían era infinita.  Todo lo lento que pude eliminé la distancia que nos separaba y posé mis labios en los suyos. Ella adelantó los suyos y se quedaron así, unidos en aquel contacto suave, hasta que ella se separó un poco y me besó las mejillas, los párpados levemente con calidez, y en la frente me dio un beso sonoro que precedió a aquel abrazo acogedor en el que me acunó en su regazo para luego ser arrullada ella por mí mientras la sonrisa amplia, luminosa se abría paso.
Pasó mucho tiempo, fue todo muy lento mientras su mente le preguntaba al cuerpo y este le respondía que no era el amante que hace que tu boca sea la granada dulce que estalla y humedece despertando la sed voraz, insaciable que busca más aguas en las que dejarse fluir y se desliza cual arroyo serpenteando el cuello, hasta alcanzar los senos y ser el temblor que desata, celebra el bostezo de los volcanes que lame con hambre, tesón, placer mientras logra rasgar las fronteras de la ropa y desnuda se abre para acoger en su hueco al otro y fusionarse en la luz dorada, rosada del amor. La humedad y el temblor te recorren, te hacen cosquillas y sabes que ese amor es un amor carnal que alumbrará con el tiempo y la complicidad un amor espiritual, pero en este caso no es este el vínculo.
- No has sentido esto ¿verdad?
- No.
- Mi corazón ha sido quien ha temblado y se ha expandido irradiando una luz tan dorada y cálida que no había nada más. La luz en la que estábamos las dos abrazadas recibiendo el calor que hace que al final del verano las semillas de desprendan y vuelen solas, libres hacia su destino. El trabajo ha concluido y la flor ya nada puede hacer por sus semillas, salvo bendecirlas y lanzarlas al aire para que vuelen, ver cómo se van llevándose lo mejor de ella consigo, su herencia, su tesoro que no es otro que todo el amor con que se han gestado, alimentado y desarrollado. Pero el ciclo sigue y para continuar es necesario agradecer los cuidados, el amor recibido y la dedicación. La vida te lo devolverá cuando menos lo creas, cuando lo necesites. No es sólo cuestión de dar y desprenderse sino de agradecer y sentir que en esa unión todos somos lo mismo, pura energía que se nutre, se expande, ilumina y lucha contra la oscuridad. En esa batalla contra la sombra los aliados se intercambian los papeles  e igual que tú me acogiste y me meciste en tu regazo cantando a la vida, ahora soy yo quien te recibe con los brazos abiertos y te acuna para que descanses y volvamos a sentir la magia de la risa que nos eleva y como el loto emergemos del lodo, de las aguas estancadas y nos embriagamos con la luz del sol y de  la luna para dar lo mejor de nosotras mismas. Compartimos la misma esencia, nuestros destinos están entrelazados como los trazos blancos que sobre el suelo terroso, rojizo forman el mandala de la flor de la vida a la puerta del templo.
- Eres Ganga, la madre, mi madre.
- Agradezco que estés viva.





El PANSAH


El día despunta ya y con las primeras luces Jai salió a cortar unas hojas de la platanera. Las colocó en el fondo de la barca de madera, tras achicar el agua del fondo y dispuso la fruta que tenía en los cestos a lo largo de toda la lancha. El durian en la proa para contrarrestar el peso junto con los cocos. A continuación dispuso las piñas, y los manojos de bananas, plátanos pequeños, papayas, rambután y al alcance de sus manos dejó los mangos y las piñas y el cesto con los mangosteen. En el extremo del cartel que anunciaba los precios de las fruta colgó unas ramas con longan. El cuchillo junto con las bolsas de plástico las metió bajo su asiento para cuando llegara la última hora de la mañana, la hora de ofrecer a los turistas un bocado de mango y piña para saciar su sed. 
Pero para eso aún faltaban unas cuantas horas y todavía debía de ir a dar su ofenda de arroz glutinoso para los monjes que salían hacia las cinco de la mañana, descalzos, con su escudilla en las manos a recibir las ofrendas de comida con las que se alimentarían ese día, gracias a la devoción de los demás. Antes de salir hacia las proximidades del wat debía depositar su ofrenda en la casa de sus espíritus, encender los nueve inciensos y dejar el loto que se acaba de abrir, y del que emanaba aquel olor que hacía soñar a su abuela, así estaría contenta y tendría un día provechoso. Los mangosteen más maduros los dejó en el altar, para el espíritu de su abuelo. Susurró un mantra antes de cerrar el ritual de cada mañana y se embarcó en la balsa que había construido su padre con madera de teca a vender la fruta fresca en el embarcadero y a sus clientes habituales en sus respectivos embarcaderos frente a sus casas.
Cuando el calor empezó a apretar ya estaba frente al embarcadero de la casa de su amiga Malai. Ató su barca y fue hacia la casa. Se saludaron juntado las manos a la altura de su cuello y se sonrieron dulcemente, con mucha complicidad.  Jai se sentó en la tumbona mientras Malai acababa de servir el té y comenzaron a charlar…
-          ¿Cómo te ha ido hoy?
-          Bien, mejor de lo que esperaba. Ya solo me quedan unos plátanos, piña y mangos.
-          Los extranjeros te los quitaran de las manos, llegan sedientos.
-          No han comido frutas así, las que llegan a sus países fueron cortadas antes de alcanzar la maduración necesaria y están insípidas.
-          Me hace gracia como nos miran, siempre me hacen reír con esos ojos grandes, se sorprenden. Son como niños.
-          Ah sí, desde luego. Ayer vi en el canal a Ubon. Simuló que no me conocía, pero era ella. Estoy segura.
-          ¿Y eso por qué?
-          Iba acompañada de un extranjero.
-          ¿Un europeo?
-          Sí, un hombre de pelo canoso. No parecía muy mayor.
-          El último era un viejo, con aquel estómago y aquellos pelos por todas partes. Aunque fue providencial su aparición, pagó el embalsamamiento del padre de ella. Y luego creo que el pasaje de avión de sus hermanos, meses después, cuando por fin llegaron todos para hacer la incineración.
-          Este es más joven. Pero la cartera me imagino que la tendrá bien llena.
-          Eso desde luego, Ubon no se va con cualquiera que venga oliendo a perfume. No sé cómo contacta con ellos pero en su red nunca el pescado es pequeño.
-          Hoy en día por internet, en Bangkok es más fácil. Esos hombres están buscando la fantasía de una mujer asiática. Creen que somos complacientes, sumisas, dispuestas a cumplir con sus deseos inconfesables. Se sienten más jóvenes, apuestos, varoniles. No entienden que para nosotras el sexo no tiene tanta importancia, que se acuesten con nuestras hijas lejos de nuestra casa, dándoles un buen fajo de billetes que nos hará más llevadera la vejez, no tiene importancia. Ellas viajan por el país con ellos, con todo el lujo que están dispuestos a pagar, y después de un tiempo cada uno vuelve a su vida, a sus quehaceres. Tienen que aprovechar la juventud, y sacar el máximo rendimiento a lo que poseen, y al final siempre queda el arrozal.
-          Sí, creo que para ellos el sexo es demasiado importante porque tienen demasiados tabús. No dejan las cosas privadas en su lugar, mira sino los manoseos que se traen en plena calle, en los restaurantes.
-          Eso es difícil de entender para algunos porque están ardiendo, no se apagan nunca. Ni este calor, yo creo que los estimula más.
-          Pretender besuquear a todo el mundo. Te los presentan y se te tiran encima. No entienden que esas formas son inadecuadas. No tienen ni pizca de educación. A la mínima te lanzan sus babas en la cara, aunque tú des un paso hacia atrás ellos te agarran y no te escapas, sobretodo últimamente.
-          Se creen que estamos para complacerles. No entienden nuestra forma de estar.  Los he visto estirarse, andar como pavos reales cuando les alertan de la presencia de escalones. Se creen que por ser más altos son más poderosos. Me dan risa.
-          Todo lo que tienen de grandes lo tienen de arrogantes.
-          Sí, yo ya no tengo el cuerpo para ellos, pero no envidio a estas chicas que se sacan un extra así. Cada vez son peores y vienen con menos dinero.
-          Y vienen cada vez más. No sólo eso, sino que pretenden quedarse.
-          Ya, pero no se adaptan. Al final somos de mundos tan distintos, que la fascinación se acaba agotando y surgen las diferencias. Somos un pueblo de agua y nuestras aguas cambian con las lunas aunque parezca que están igual no es así.
-          Ya, los casos que conocemos es porque pasan temporadas aquí y allá y ellas como dicen las chinas se han transformado en plátanos, son amarillas por fuera y blancas por dentro.
-          Son los destellos dorados que confunden, pero al final volverán a casa. Llega un momento en que añoras la vida en tu tierra, bajo estas maderas, meciéndote en la tumbona con el croar de las ranas. Te despiertas y necesitas ir al Wat con tus inciensos, descalzarte, prender el incienso, dejar tus lotos, y cantar los mantras con tus hermanas contemplando al buda reclinado.
-          En efecto la llamada de la sangha llega más tarde o más temprano.
-          Acabarán afeitándose la cabeza, tomando la túnica blanca y meditando.
-          Pronto volveremos al wat, cuando lleguen las lluvias.
-          Lo estoy deseando. El pansáh es la época en que me siento más feliz conectando conmigo misma, sin ninguna preocupación, sintiendo la unidad. Cada vez estoy más cerca del nibbana.