El loto es una
flor especial. Nace de las aguas más fangosas, su raíz se alimenta del oscuro
lodo. Emerge sus flores sobre el agua a
más de un metro de altura.
Esto fue lo primero que me sorprendió al contemplar el lago de Hangzhoe. Aquellos tallos tan altos y aquellas hojas que se asemejan a sombrillas bajo las que guarecerse de la lluvia pertinaz y el implacable sol. Entre ellos irrumpe el capullo de loto, cual lagrima liberada por la alegría desbordante.
Desde la orilla
del lago una mujer se aproximó hasta el banco en que estaba sentada y trató de
quebrar uno de aquellos tallos. Los dos fragmentos permanecieron unidos por
unos hilos finos. Me ofreció el fragmento en el que estaba el capullo y los
llevamos a la orilla para depositarlos entre el agua, con la esperanza de que
sobreviviera y logrará abrirse la flor. Nos miramos y me dijo:
-
El amor es un loto, no se quiebra nunca, sigue
vinculándonos con hilos finos pero resistentes como la seda.
Dejamos la flor
flotando en el agua y ella se fue. Me quedé allí contemplando los lotos y
sintiendo su dulce fragancia envolviéndome…
Lotos blancos
que se abren a la luz del amanecer, lotos hermosos, carnosos y suaves
. Sobre
ellos me deslizo hasta el centro de la hermosa flor que, emerge del fango más
oscuro, para dar luz y pureza a los reflejos sobre la quietud de las aguas.
Fuera hace frío,
la niebla aún se desliza sobre la superficie y el agua aún no es espejo de ese
cielo que trae la promesa de dulces días.
Mientras dentro
de los pétalos el aliento de la ternura me embriaga y me buscas con la mirada.
Nuestras manos se entrelazan atraídas por una fuerza serena y firme. La danza
comienza. Los pétalos se abren y el espacio entre ellos es mayor, para permitir
que nuestros cuerpos se abracen y se fusionen poco a poco en una amalgama donde
todo se reequilibra y se transforma, permitiendo que sea la esencia amorosa la
que dirija la fusión. Dejan de existir brazos, piernas, pechos, caderas, manos,
cabelleras para ser firme pálpito, suave canto y latido acompasado. Lejos ya del espacio y del tiempo, la luz
blanca de los pétalos es la luz que late dentro de esta entrega absoluta donde no hay fronteras,
ni límites.
Somos amor,
bondad, compasión. Sentimos que esa conexión es tan fuerte y poderosa que ya
nada será igual. Hay un antes y un después de este encuentro.
La lluvia
comienza a penetrar en esta flor y nos envuelve parece que trata de llegar a
colmar los pétalos y nos lleva a volver a sentir nuestros brazos, nuestros
cuellos, el peso del cuerpo vuelve a hacerse presente y sentimos un temblor en
el que la energía palpita antes de ser dos.
En esa separación se fija la
huella de la certeza de que nos volveremos a encontrar y a reconocer en esa
energía vibrante, sin importar nuestro sexo.
Esta convicción
nos guiará hacia el reencuentro y no importará ni cuanto tiempo habrá pasado,
ni donde será, pero ocurrirá y lo sentiremos, sabremos que hemos caminado para
llegar hasta aquí, hasta ese momento y
todo cobrará sentido.
La lluvia nos
llega a las rodillas y nos zambullimos en esas aguas, jugamos con ellas,
llenamos las palmas de las manos y la lanzamos sobre nuestras cabezas, reímos y
danzamos alrededor del pistilo. Nadamos entre los estambres y llegamos a
alcanzar las anteras en las que nos sentamos y entonces un pétalo se dobla y el
agua rebosa fuera del loto.
Contemplo como
el agua desciende rauda y cuando levanto la vista para mirarte, ya no estás. Te
has ido ya, pero sé que volveremos a encontrarnos. No sé cuándo, ni dónde pero
sé que así será y las dos lo sabremos. En el abrazo nos reconoceremos y no hará
falta poner palabras, ni adjetivo alguno. Nuestro cuerpo recuperará la memoria, y sabrá.
Esos encuentros
serán la forma que tendremos de nutrirnos, de curarnos cuando perdamos el
rumbo. Será la forma de volver a la raíz a nuestra esencia que no es otra que
el amor.
Me abrazo al
pistilo y me hago eco del hermoso canto, lo repito desde el fondo del corazón,
una y otra vez, como un mantra.
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