El silencio
tan ansiado aparecía llegar cuando ya trazaba la última línea. Un vacío
interior absoluto donde todas mis preocupaciones y temores habían
enmudecido y solo oía el leve roce de la
arena al deslizarse por el interior de aquel instrumento de bronce al que
acariciaba para que no dejasen de manar los granos rojos con los que trazar la
última línea de mi mandala.
Llevábamos
casi tres días trabajando durante cinco horas en silencio. Al comienzo mis
dedos temían romper aquel instrumento, o estropear lo trazado. La fuerza era
insuficiente para que la arena se deslizase en unos instantes mientras que en
otros, era excesiva y amontonaba demasiados granos que debía esparcir.
Poco a poco fui logrando una mayor
destreza y ahora cerca ya del final lograba trazar la línea fina que cerraba el
cuadrado. Terminar y observar durante
unos instantes la obra concluida por los cuatro lados. A penas me dio tiempo a
memorizarlo. No había entendido aún que no era necesario. Solo tenía que
mirarlo, dejar que mi mente fuese el mandala.
-
“Abandona. Deja de sentirte atrapada en los sentidos”.
Hice otros mandalas y siempre sentía cierta
precipitación cuando llegábamos al final. No era suficiente el tiempo que
transcurría desde el último grano y la destrucción. Algo dentro de mí gritaba, se rebelaba cuando
mezclaban los colores y se tornaba gris aquel montón de polvo que era derramada
en el jarrón para ser vertido a la corriente del río. Era el apego quien me
gobernaba. Aun no había sentido la liberación de las ataduras del miedo, de la
razón, de los pensamientos que nos llevan a estar siempre imaginando un futuro
o esclavizados por el pasado.
Me dejaron en la orilla del río
con el jarrón de cobre. El agua me llegaba a las rodillas y observé esas aguas
deslizarse para no volver jamás río abajo, y vertí la arena gris del mandala
despacio. Se arremolinó en la superficie a medida que iba siendo arrastrada por
el aliento del río y desapareció junto
con mi anclaje a los pensamientos. Sentí el frescor ascender por mis pies hasta mi cabeza. Fui
arena, agua desbocada. Sentí la satisfacción del trabajo realizado y en ese
instante entendí que debía sentir el apego hacia el presente efímero, ese era
el reto.
Meditaba y llegaba a ser
corriente, durante unos instantes y me observaba evadiéndome hacia los
proyectos, hacia los recuerdos… poco a
poco iba mejorando mi concentración. Mis
destrezas eran alabadas en la elaboración de mandalas.
El retiro en el monasterio iba a
terminar en unos días y decidí pasar en soledad los últimos días. Me fui a las
grutas en las montañas. Allí en las cuevas habían vivido anacoretas.
Me adentré en una cueva despacio,
la oscuridad me rodeaba y la humedad era cada vez mayor. A tientas busqué un
punto de referencia y sentí la dureza de la piedra, la toqué y fui palpando sus
contornos hasta llegar a la siguiente
que reposaba a su lado. El aturdimiento que sentía fue disipando a medida que
recorría los bloques. La humedad iba incrementándose y seguía la senda de
aquellos vapores leves que desprendían las paredes hasta que llegué al umbral
de aquella estancia.
Al atravesar el arco de aquella
cavidad la luz del amanecer iluminó la estancia, suavemente y vi a mis pies un
sin fin de flores de loto abriéndose. De sus pétalos blancos y magentas con una
suavidad casi imperceptible se acariciaban unos a otros, no dejando más que
adivinar el agua del estanque. Su carnosidad se vislumbraba cuando alguna gota
de agua discurría hacia su centro. Levanté la vista y pude contemplar un altar
con cuencos de piedra sobre los que
pétalos rojos y naranjas contrastaban con los platillos de arroz blanco y por
encima de aquellas ofrendas la diosa Lakshmi cogía de la mano a Visnu.
El agua discurría alrededor
formando unos hilos que recorrían todo el altar y alimentaba el estanque de los
lotos. Respiré profundo y cerré los
ojos. Al poner mi atención en el susurrar del agua y al abrir los ojos me
observé y comprobé que vestía con una túnica naranja realizando un mandala
sobre el suelo en el que dibujaba la flor del loto de vivos colores.
Todo se apagaba, dejaba de
existir, solo era arena, no salirme de las líneas marcadas, no tenía conciencia
ni del tiempo que llevaba haciendo aquel mandala de enormes dimensiones que
cubría el suelo de la estancia. Cuando coloqué el último grano de arena me
quedé observándolo por fragmentos, tratando de memorizar cada parte como las
piezas de un puzzle y sentí el miedo en el centro, satisfacción y me levanté
hacia la puerta. La abrí, el viento comenzó a levantar la arena, la luz entró
por el techo iluminando la sala en la que yo giré con la arena de colores,
suspendida a mí alrededor, girábamos tan despacio, conformando una sola figura,
el despertar. Y en mi corazón sentí paz.
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