La llegada de la primavera traía consigo un brillo misterioso, ausente en
la mirada de Isabel. Sus ojos podían permanecer contemplando el horizonte desde
la ventana del desván durante horas entretanto sus dedos tras abandonar la
labor y descansaban entre hilvanes, conteniendo las agujas, las bobinas y el
dedal. Las colchas, los visillos dejaban paso a la fuerza hipnótica que se
apoderaba de su atención y los tonos verdes brotaban con ímpetu sobre el camino
que conducía al río y a los campos. Su mirada vagaba lejos ante aquel verdor
que eclosionaba a finales de marzo en un blanco impoluto, salpicado de tonos
rosados.
Se iniciaba entonces el tiempo de recoger las inquietudes ajenas y
comenzaba a recibir visitas a la caída de la noche. Acudían con ramitos de
romero, lavanda, espliego y se sentaban frente a la lumbre de la cocina para
tomar un vino, mientras Isa anotaba el
motivo de su ansiedad condensado en una pregunta a la que ella daría respuesta
más tarde, durante las lunas del otoño.
En un sobre lacrado llegaría la
carta con la clave por sorpresa, en el alfeizar de la ventana, sobre la vara de
hierba, en el embozo de las sábanas, entre los tarros de miel, en los troncos
de leña, o las macetas de geranios. Así los habitantes del pueblo irían retomando
la serenidad necesaria para perdonar ofensas, disculpar actitudes imprevistas,
rondar a la moza que observaba el tímido labriego, y pedir perdón.
La noche de luna llena de julio fue una noche alocada, los perros aullaron
como lobos hambrientos y una tormenta se desató en las cumbres de la montaña, el
cielo se iluminó con rayos. Los truenos se sucedían en una infinita sinfonía. Se
incendiaron las varas de hierba. Se desbordó el río y se anegaron los campos.
Este fenómeno fue el tema de conversación
durante semanas.
Nadie se atrevió a preguntarle a
Isabel la causa por la que cerró la puerta de su casa con llave al caer la
tarde y no volvió a recibir visitas nocturnas. Durante el día clavaba la mirada
en los ojos de aquellos con quienes se encontraba y apagaba el valor para
increparla. Solo en la memoria de los más ancianos quedó el recuerdo de aquella
correspondencia que aliviaba a todos y en el fondo de algún arcón permanecieron
los sobres atados con cintas de colores, entre las sábanas de lino.
Al cabo de unos años vino a pasar el verano la nieta de Isabel. Tenía
doce años y no había vuelto al pueblo desde los cinco años. Se fueron a pasear
hasta el río y al llegar al puente la niña comenzó a llorar. No había consuelo.
Lloraba desesperada, sin poder controlarse. Isabel la abrazó y la meció con
ternura dejando que las lágrimas manaran hasta que entre sollozos la niña le
preguntó a la abuela: - ¿Cómo dejaste que cortasen el cerezo? - Isabel secó sus
lágrimas. Se levantaron y volvieron a casa del brazo, en silencio. Se acostaron
juntas y cuando la niña estaba entrando en el sueño comenzó a susurrar: - No
podremos volver a subirnos al cerezo, trepar por sus ramas hasta su copa,
sentarnos a horcajadas y apoyadas en su tronco llenar el delantal de sabrosas
cerezas, rojas, mientras nuestros pies se mecen con el viento y se elevan los
secretos mejor guardados desde el suelo. Ya no podré subir contigo allí y mover
en la boca las pepitas al ritmo de los susurros amorosos y las intrigas de las
vecinas,… ¿a quién van a consultar qué hacer? ¿Quién les devolverá la fe en la
inocencia?
A la mañana siguiente la abuela y la nieta trasplantaron a la vera del
camino que conducía al río un cerezo que, había nacido a la distancia que
alcanzaban sus gargajos entremezclados con las semillas de las cerezas que
saboreaban en aquellas calurosas tardes
veraniegas. Isabel al verlo brotar lo había trasplantado a una maceta y lo
mimaba. A la hora de la siesta desaparecía y se iba en busca de los tejos a los
que trepaba, liviana para abrazarse a sus troncos.
Cuando la nieta cumplió los veinte años se trasladó a vivir al pueblo y
todos acudían buscando su ayuda, se decía en el antiguo lavadero que las dotes
adivinatorias de su abuela las había heredado y que por eso había vuelto.
Durante el día preparaba mermeladas de cereza que vendía en el mercado. Iba
ampliando su clientela a lo largo del valle, y en el pueblo decidieron
colaborar entre todos para instalar un pararrayos que colocaron en la torre de
la iglesia.
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Publicado en Miami en el libro:
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