lunes, 8 de septiembre de 2014

Tiempo de cerezas


La llegada de la primavera traía consigo un brillo misterioso, ausente en la mirada de Isabel. Sus ojos podían permanecer contemplando el horizonte desde la ventana del desván durante horas entretanto sus dedos tras abandonar la labor y descansaban entre hilvanes, conteniendo las agujas, las bobinas y el dedal. Las colchas, los visillos dejaban paso a la fuerza hipnótica que se apoderaba de su atención y los tonos verdes brotaban con ímpetu sobre el camino que conducía al río y a los campos. Su mirada vagaba lejos ante aquel verdor que eclosionaba a finales de marzo en un blanco impoluto, salpicado de tonos rosados.  
Se iniciaba entonces el tiempo de recoger las inquietudes ajenas y comenzaba a recibir visitas a la caída de la noche. Acudían con ramitos de romero, lavanda, espliego y se sentaban frente a la lumbre de la cocina para tomar un vino,  mientras Isa anotaba el motivo de su ansiedad condensado en una pregunta a la que ella daría respuesta más tarde, durante las lunas del otoño. 
En un sobre lacrado  llegaría la carta con la clave por sorpresa, en el alfeizar de la ventana, sobre la vara de hierba, en el embozo de las sábanas, entre los tarros de miel, en los troncos de leña, o las macetas de geranios. Así los habitantes del pueblo irían retomando la serenidad necesaria para perdonar ofensas, disculpar actitudes imprevistas, rondar a la moza que observaba el tímido labriego, y pedir perdón.
La noche de luna llena de julio fue una noche alocada, los perros aullaron como lobos hambrientos y una tormenta se desató en las cumbres de la montaña, el cielo se iluminó con rayos. Los truenos se sucedían en una infinita sinfonía. Se incendiaron las varas de hierba. Se desbordó el río y se anegaron los campos. Este fenómeno fue el tema de conversación  durante semanas.
 Nadie se atrevió a preguntarle a Isabel la causa por la que cerró la puerta de su casa con llave al caer la tarde y no volvió a recibir visitas nocturnas. Durante el día clavaba la mirada en los ojos de aquellos con quienes se encontraba y apagaba el valor para increparla. Solo en la memoria de los más ancianos quedó el recuerdo de aquella correspondencia que aliviaba a todos y en el fondo de algún arcón permanecieron los sobres atados con cintas de colores, entre las sábanas de  lino.
Al cabo de unos años vino a pasar el verano la nieta de Isabel. Tenía doce años y no había vuelto al pueblo desde los cinco años. Se fueron a pasear hasta el río y al llegar al puente la niña comenzó a llorar. No había consuelo. Lloraba desesperada, sin poder controlarse. Isabel la abrazó y la meció con ternura dejando que las lágrimas manaran hasta que entre sollozos la niña le preguntó a la abuela: - ¿Cómo dejaste que cortasen el cerezo? - Isabel secó sus lágrimas. Se levantaron y volvieron a casa del brazo, en silencio. Se acostaron juntas y cuando la niña estaba entrando en el sueño comenzó a susurrar: - No podremos volver a subirnos al cerezo, trepar por sus ramas hasta su copa, sentarnos a horcajadas y apoyadas en su tronco llenar el delantal de sabrosas cerezas, rojas, mientras nuestros pies se mecen con el viento y se elevan los secretos mejor guardados desde el suelo. Ya no podré subir contigo allí y mover en la boca las pepitas al ritmo de los susurros amorosos y las intrigas de las vecinas,… ¿a quién van a consultar qué hacer? ¿Quién les devolverá la fe en la inocencia?
A la mañana siguiente la abuela y la nieta trasplantaron a la vera del camino que conducía al río un cerezo que, había nacido a la distancia que alcanzaban sus gargajos entremezclados con las semillas de las cerezas que saboreaban en aquellas calurosas  tardes veraniegas. Isabel al verlo brotar lo había trasplantado a una maceta y lo mimaba. A la hora de la siesta desaparecía y se iba en busca de los tejos a los que trepaba, liviana para abrazarse a sus troncos.



Cuando la nieta cumplió los veinte años se trasladó a vivir al pueblo y todos acudían buscando su ayuda, se decía en el antiguo lavadero que las dotes adivinatorias de su abuela las había heredado y que por eso había vuelto. Durante el día preparaba mermeladas de cereza que vendía en el mercado. Iba ampliando su clientela a lo largo del valle, y en el pueblo decidieron colaborar entre todos para instalar un pararrayos que colocaron en la torre de la iglesia. 

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Publicado en Miami en el libro:

Soñando en Vrindavan y otras historias de ellas: I Premio Internacional de Cuento Femenino Bovarismos 2014 (Spanish Edition) (Spanish) Paperback – April 13, 2014

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