Jaipur, la ciudad rosa, Palacio de los Vientos con el que soñábamos… Mirar
sin ser vista, detrás de las celosías que cubren las ventanas, desde el quinto piso,
sentir el aroma de jazmín, de las caléndulas arremolinarse entre sus ventanas y
elevarse sobre la densa atmósfera cargada del aroma dulzón de los mangos,
reventados contra el suelo que lamen las vacas.
Recorrer sus soportales sorteando tiendas con saris, telas, coladores, y no
perder el equilibrio, el equilibrio porque abajo, entre la calzada y la base de los
soportales rosados, las vacas deambulan tratando de alcanzar la fruta que se vende
en los puestos improvisados, sobre dos ruedas y unos tablones roídos. La caña de
azúcar se apila esperando a ser licuada y el tráfico no cesa. Rickshows, coches,
motos frenéticas, tuk tuks no paran de circular envueltos en el claxon constante.
De repente, sobre los cables del tendido eléctrico enmarañados en la esquina
del edificio un mono atraviesa la calzada y cambia de manzana. Una cría y su madre
le siguen y se meten en un piso por la ventana.
Entre una tienda y otras una escalera angosta, oscura, enjuta asciende al piso
superior. Sobre sus escalones se apilan sacos de mercancías, y en otros hombres
silenciosos, en cuclillas sobre sus tobillos aguardan y me sonríen al cruzarse con mi
mirada, saludan con la mano.
Sorteo a las mujeres que vienen en dirección contraria, sin rozarlas a pesar
de los escasos milímetros que nos separan. Algunas te piden que poses para sacarte
una fotografía. Junto a ellas esbozas una sonrisa y ellas te agradecen juntando las
palmas de sus manos y susurran: _ Namaste. Les contestas con el mismo gesto y les
dices:
_ Ran ran sa. _ Y la sonrisa llega a sus ojos y te ilumina. Reconocemos la
una en la otra la luz divina que nos alienta.
Cruzo la calzada y contemplo a los hombres haciendo collares de flores, con
caléndulas, pétalos de rosas y jazmines. Me regalan una rosa que prendo en mi pelo.
De repente un elefante corre hacia nosotros, al lado de los coches, por la carretera.
Es increíble, ¡un elefante!, hermoso, grandioso, raudo, sobre su cabeza su mahout1s
lo monta. Grito de emoción:_ ¡Mirad, un elefante, un elefante!
Y todos nos detenemos, sacamos nuestras cámaras y el elefante se detiene a
nuestra altura.
Me acerco a él, lo toco con la mano. Tiene la piel gris con manchas rosadas,
es rugosa y con un vello que pincha como escarpias. Acaricio su trompa, entre sus
ojos lleva pintada una flor de loto rosa, perfilada en líneas azules. ¿Será su memoria
la flor de loto que se abre paso entre el fango con que nos enturbian los sentidos?
Su mahouts se aproxima y desciende, le da unos trozos de caña de azúcar
que el elefante agarra con su trompa.
Me siento niña de nuevo. Es tal la emoción. Estoy descubriendo un tesoro,
entre los demás alguna se asusta, recula, pero yo no siento temor alguno. Sé que no
va a hacerme ningún daño. Me veo subida a él, con mis piernas tras sus orejas por
unos segundos.
Sacaron fotos y una voz me devolvió a mi edad adulta, una voz en el grupo
que exclamó: - ¡Vámonos que cobran! –
Seguimos caminando hacia nuestra meta, tratando de ignorar sin resultado a
un muchacho que se empeñaba en llevarnos a la tienda de su amigo de los turbantes,
y las pashminas.
Comenzó a llover y bajo los soportales rosados vimos la primera lluvia del
monzón. La gente desapareció, la calle se quedó casi vacía. Por unos momentos sólo
se escuchaba la intensa y opaca agua del cielo plomizo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario