-
¿Qué te pasa?- Te pregunté y me dijiste con tu mirada que
estabas perdida, que no sabías qué hacer con aquel torbellino de emociones que
te aturdían, y no la dejaban ver con
claridad dónde situarme y donde ubicarse. Era tan claro para mí, era fácil en
aquel momento. Pero había dos años había sido complicado. Debía de facilitarle
el camino y me decidí a hacerlo.
Me la llevé a la
habitación, donde nadie nos interrumpiría, ni seríamos observadas. Nos sentamos
en el sofá. Me acerqué a ella y le dije: - No digas nada, vamos tan solo a
mirarnos. Vas a sentirlo, solo tienes que dejarte fluir. Deja que tu cuerpo te
lo susurre. Escúchate.- Nuestros ojos se
miraron y se fusionaron en una mirada
tan dulce que la ternura que desprendían era infinita. Todo lo lento que pude eliminé la distancia
que nos separaba y posé mis labios en los suyos. Ella adelantó los suyos y se
quedaron así, unidos en aquel contacto suave, hasta que ella se separó un poco
y me besó las mejillas, los párpados levemente con calidez, y en la frente me
dio un beso sonoro que precedió a aquel abrazo acogedor en el que me acunó en
su regazo para luego ser arrullada ella por mí mientras la sonrisa amplia,
luminosa se abría paso.
Pasó mucho
tiempo, fue todo muy lento mientras su mente le preguntaba al cuerpo y este le
respondía que no era el amante que hace que tu boca sea la granada dulce que
estalla y humedece despertando la sed voraz, insaciable que busca más aguas en
las que dejarse fluir y se desliza cual arroyo serpenteando el cuello, hasta
alcanzar los senos y ser el temblor que desata, celebra el bostezo de los
volcanes que lame con hambre, tesón, placer mientras logra rasgar las fronteras
de la ropa y desnuda se abre para acoger en su hueco al otro y fusionarse en la
luz dorada, rosada del amor. La humedad y el temblor te recorren, te hacen
cosquillas y sabes que ese amor es un amor carnal que alumbrará con el tiempo y
la complicidad un amor espiritual, pero en este caso no es este el vínculo.
- No has sentido
esto ¿verdad?
- No.
- Mi corazón ha
sido quien ha temblado y se ha expandido irradiando una luz tan dorada y cálida
que no había nada más. La luz en la que estábamos las dos abrazadas recibiendo
el calor que hace que al final del verano las semillas de desprendan y vuelen
solas, libres hacia su destino. El trabajo ha concluido y la flor ya nada puede
hacer por sus semillas, salvo bendecirlas y lanzarlas al aire para que vuelen,
ver cómo se van llevándose lo mejor de ella consigo, su herencia, su tesoro que
no es otro que todo el amor con que se han gestado, alimentado y desarrollado.
Pero el ciclo sigue y para continuar es necesario agradecer los cuidados, el
amor recibido y la dedicación. La vida te lo devolverá cuando menos lo creas,
cuando lo necesites. No es sólo cuestión de dar y desprenderse sino de
agradecer y sentir que en esa unión todos somos lo mismo, pura energía que se
nutre, se expande, ilumina y lucha contra la oscuridad. En esa batalla contra
la sombra los aliados se intercambian los papeles e igual que tú me acogiste y me meciste en tu
regazo cantando a la vida, ahora soy yo quien te recibe con los brazos abiertos
y te acuna para que descanses y volvamos a sentir la magia de la risa que nos
eleva y como el loto emergemos del lodo, de las aguas estancadas y nos
embriagamos con la luz del sol y de la
luna para dar lo mejor de nosotras mismas. Compartimos la misma esencia,
nuestros destinos están entrelazados como los trazos blancos que sobre el suelo
terroso, rojizo forman el mandala de la flor de la vida a la puerta del templo.
- Eres Ganga, la
madre, mi madre.
- Agradezco que
estés viva.
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