Hace unos días me fui a la orilla del Cantábrico, ansiosa de ver horizontes azules, marinos, ondulantes, amplios en los que el movimiento fuera una caricia que viene y va como las mareas en esta orilla. Y llegué siguiendo la estela de los barcos de mercancías hasta los pies de la madre del emigrante, de la “Yoca.”
Unos minutos más tarde sentí la necesidad de atravesar esa frontera de los zapatos, de las mascarillas y meter los pies en el agua, y bajé hasta la orilla. La bajamar era muy pronunciada y en una roca pude sentarme y meter los pies a chapotear como cuando era una niña. El sol estaba ya bajando, y llegaban hasta mis oídos los acentos suaves de una pareja de sudamericanos que tumbados al sol conversaban animadamente. Él se levantó y rebuscaba entre las piedrecitas arrastrando con el pie una capa de ellas, y le advertí de la presencia de cristales. Comenzamos a charlar animadamente y se tumbó cerca de donde yo estaba.
Aquella charla con aquel muchacho
hondureño de unos veintitantos años me reconfortó, me abrió el camino hacia ese
viejo horizonte en el que la charla cobra sentido y nos hace encontrarnos,
reconocernos y celebrar la fraternidad que debería imperar en esta humanidad
que se repliega ante esta pandemia.
Charlamos durante casi una hora
sobre tantas cosas, me preguntaba cómo había sido la crisis del ladrillo,
compartió sus inquietudes y sus dudas sobre las causas de la carencia de
paciencia en la población española. Él desde su trabajo sirviendo en bares,
restaurantes estaba asustado por la falta de empatía, por el descuido que
palpaba en la gente al salir del confinamiento, la falta de prevención, la
rapidez con que querían ser atendidos a sus demandas, y compartió la
indignación por la explotación en el mundo de la restauración donde a penas
quince minutos para comer y jornadas de catorce horas le agotan. Me preguntaba
sobre la España vaciada, y sobre esa vuelta al campo, ese campo que veía vació,
si cultivos. Y me confesó que agradecía la cuarentena, porque para él había
supuesto un tiempo de desconexión, de adentrarse en su interior y sentir a
Dios, sentir la fugacidad y la vacuidad de la existencia. “No somos nada, somos
muy insignificantes, nos vamos en un segundo, y no podemos hacer nada. Cuantos
se han muerto solos, sin nadie, esos ancianos en las residencias. En mi país no
hay asilos, los viejos están en la casa, s eles cuida como te cuidaron ellos a
ti”. Este tiempo le sirvió para mirarse y ver como si hubiese estudiado en
lugar de una carrera universitaria una técnica tendría más trabajo ahora. Y a
su amiga venezolana se le enturbiaba la sonrisa al mirar atrás y recordar cómo
en su país tenía su empresa, su piso y aquí empezó a venir a pasar vacaciones.
Ahora estaba trabajando para otros, sintiéndose explotada en su condición de
emigrante sin papeles.
La vida es tan difícil para
aquellos que emigran, que dejan atrás sus raíces, su pasado, a su familia, son
verdaderos héroes y heroínas que se fueron en busca de un futuro mejor y en ese
viaje se encontraron a sí mismos, a su esencia más auténtica. Se enfrentaron
como Ulises a los cantos de las sirenas que querían arrebatarles la vida y
llevárselos a un fondo desconocido pero ellos fuero atrapados por esas sirenas,
no tuvieron tripulación que los sostuviera a flote sobre el navío a salvo.
Ellos bucean en otros mundos marinos, y sueñan con volver cuando la
desesperanza los atrapa, sin darse cuenta de que la vuelta ya no es posible, ya
que la orilla que dejaron ya no existe. Esa playa se ha transformado, ya no es
la misma, ni ellos son los mismos, su maleta está repleta de nuevas miradas, de
nuevos desafíos. Esa vuelta es como si quisiéramos ensartar una de las cuentas
de un mala que ha estado rodando por un río hasta llegar al mar, conserva el
orificio, pero ya no tiene el tamaño, ni la forma de antes para encajar en el
mismo lugar que ocupaba en el conjunto. Su lugar ocupaba el número trece y
ahora podría ensartarse en el número treinta y tres para que los dedos
reconozcan el final de la primera vuelta.
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