La luz del atardecer se adentró en la cúpula del hamman y mi mirada se quedó absorta entre los haces de luz, haces que se asemejaban al entramado de los alfombras, hebra con los que se entrelazaban nuestros destinos, hilos que iban tomando el peso y la opacidad del vapor donde se perdía la direccionalidad para recrear una atmósfera cálida, acogedora donde las formas se diluían y se respiraba el calor que abría las poros y expandía los pulmones mientras los hábiles manos de Fatma me despojaban de las pieles muertas y con la henna, el gassoul mi cuerpo volvía a sentir el contacto del aquí y el ahora con una intensidad que me colmaba de tal forma que no necesitabas imaginar, ni seguir soñando porque por fin estabas viviendo ese sueño.
Llegaba a los baños y era el momento mágico que las generaciones de mujeres dialogaban con esa genuina alegría de la inocencia. La autenticidad se expande y cada mujer se despoja de sus ropas y frente a otras con naturalidad, se muestra en su desnudez, sin tapujos, sin temores. Las risas siempre brotan cuando comienzo a tararear y me miran de arriba abajo. Les gusta mi piel blanca, mis redondeces, mis kilos de más son objeto de deseo aquí, y las risas generan puentes. El jabón y los cubos pasan de una mano a otra. Son horas para el placer propio en grupo, para recrear las escenas que permitan dar salida a situaciones conflictivas en el vapor. El relajo de los sentidos, la caricia sutil del vapor despierta memorias ancestrales, ecos de caricias en las que se eclipsarán los miedos y te liberaras de la parálisis. En el hamman una encuentra la fuerza que libera las fronteras entre tu mundo y mi mundo. En el hamman puedes liberarte de todas las ataduras, de todos los posos y encontrarte para alcanzarte desnuda, porque desnudas somos agua. Y el agua fluye, libre se transforma y nos lleva en un instante a otra parte, ya no somos río, ola, sino vapor, aliento que enciende la piel. Camino por las salas desde la más templada a la más cálida siguiendo el rastro del vaho, desde la nitidez de los cuerpos que se despojan de las ropas que quedan dobladas a buen recaudo en la sala fría, bajo la mirada protectora de la más anciana que sirve té y atesora la caja de metal donde guardan el dinero, a la atmósfera donde se desdibujan los contornos de la fuente, de los cuerpos. Deambulas erguida, las plantas de los pies siguen la calidez de las baldosas. La vergüenza no existe, mis pechos se balancean y atraen las miradas de soslayo pero no me incomodan ¿qué diferencias hay? Tonos de pieles muy diferentes, variados, marcas de los besos del sol en diferentes partes de nuestras anatomías, más caídos los pechos o más erguidos, despuntando o ausentes, los ciclos de la vida se deslizan aquí con suavidad, con honestidad. Pieles curtidas, pieles hidratadas, flácidas, tersas, arrugadas, ásperas, suaves,… somos las creadoras y en el espacio del hamman nos encontramos para curarnos, para que las heridas cicatricen, para aliviar los dolores del cuerpo y del alma.
Los cubos se llenan una y otra vez para despojar al cuerpo de los restos del jabón negro, del picor de los ojos, de la espuma del gassoul y llevarse a su paso los restos de pieles, vellos y sinsabores hacia el sumidero. Los cuerpos se tienden y se estiran, crujen los huesos, las contracturas se deshacen al contacto hábil de las manos y los cuerpos que se vuelven rodillo, instrumento para la distensión. La henna cubre la cabeza, huele a limpio. Las arcillas, la henna envuelven todo el cuerpo y el calor es más suave, más ligero. Los pulmones se abren más, parece que los poros de la piel se abren y supuran las emociones que te estancan, las cargas que no son tuyas y se entremezcla con esa capa que el agua templada arrastrará lejos de ti en unos minutos, mientras respiras profundo y te dejas llevar por las imágenes que traen esos olores que evocan el jardín del ryad. Las risas se intercalan con susurros y las miradas de las mujeres mayores valoran los cuerpos de la futura esposa mientras las niñas juegan a lavar a sus muñecas como las bañan a ellas sus madres, masajeando sus cabezas, desenredando los nudos de sus largas cabelleras, frotando sus pies que han correteado por las polvorientas azoteas mientras las tías tienden la colada,
Cada vez hay más miradas altivas y desafiantes que ya no se someten a la selección de las futura suegra y recusan esta selección ya que no se sienten objetos, sino cuerpos que vibran, tiemblan, se estiran y danzan en la atmósfera cálida del hamman, sintiendo su poder como mujeres que encuentran en los tatuajes de sus abuelas sobre sus espaldas, sus pechos, sus frentes, sus barbillas la fuerza de las ancestras guiando sus pasos hacia la creación de su mundo, en el que ellas son las que deciden por sí mismas. Son las curanderas, las mujeres respetadas que saben leer en los elementos de la naturaleza la ley natural que marca el curso de los días y las noches. Sus cuerpos no pueden ser considerados objetos de deseo, ya no. Se sienten orgullosas de ser amazigh. Sus cuerpos son vehículos, son templos que deben cuidarse para que su sabiduría se expanda y cree una nueva realidad, lejos de imaginarios que proyectaron deseos masculinos sobre su desnudez y estos espacios prohibidos. Sus cuerpos cuando se dejan envolver por el viento del desierto, desnudos sienten el abrazo creador de la naturaleza, dándoles la fuerza creadora en su movimiento, en sus miradas, en sus canciones, en sus voces, en la caricia de sus manos, en forma de mostrar ese cuerpo que recorre las medinas, los zocos, dunas, wilayas y llegan a la orilla del mar desde donde se yerguen oteando horizontes nuevos.
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