Comenzaba el otoño y ya los dedos
de los pies estaban aprisionados en el interior de las botas, aletargados los
dedos aún trataban de vez en cuando de
estirarse y separarse cuando recordaban el tacto fresco de la arena mojada, la
caricia gelatinosa de las algas sobre las que se deslizaban haciendo que
perdiera el equilibrio y dejando que el sol besara las plantas de mis pies unos
instantes. Ahora estaba prisioneros entre los leotardos y las botas deseando
llegar a casa para descalzarme y corretear por el pasillo descalza mientras la
voz de mi madre me advertía: _ Ponte las zapatillas, no andes descalza, te
pondrás mala. Viene el catarro por el Naranco y ya lo agarraste tú. No andes
descalza. -
Ahora las granadas alborotan mi
melancolía, dejando un sabor aún agridulce en mi boca. Al menos he vuelto a
comerlas en el otoño como cuando era niña. Son el anuncio de la llegada del
equinoccio pero, me envuelve cierto toque amargo, salado que se va a mi
paladar, el amargor de las lágrimas que me evocan los años que no puede
saborearlas. Contemplarlas aquel año fue sentir el rugido profundo de un
silencio devastador, que minó la posibilidad de construir una vida juntos.
La última granada dulce,
espléndida la saboreé de las manos de mi habibi. Tras aquel encuentro
mágico en el que el cuerpo se deslizó suave y delicado para alcanzar la red que
tejimos con palabras, canciones, versos, relatos, y darle consistencia, darle
peso y hacernos sentir que era real. La proximidad, el calor del tacto, el olor
nos llevaron a encontrarnos uno frente a otro,
estrechar un lazo que rompió cualquier convencionalismo, las normas, las
leyes, los tabúes. De todo eso me doy cuenta ahora, con el paso del tiempo. En
aquellos momentos era una mujer joven, enamorada que no deseaba sentir si era
real lo que me generaban sus palabras susurradas en aquellas grabaciones,
escritas en aquellas cartas de su puño y letra. Y aquel deseo no se apagó ante
el roce de nuestra piel, de nuestras miradas.
Reconocerte fue un acto reflejo,
me bastó tu perfil a contraluz para sentir que eras tú quien estaba en el
umbral y levantarme. No distinguí tu rostro, pero sabía que eras tú y me
levanté. Tú llegaste con cierto temor, con respeto trataste de mantenerte a
salvo, tras las normas sociales de las que tú eras más consciente que yo en
esos momentos. Trataste de escabullirte de la intimidad que ansiábamos y yo fui
quien hizo saltar por los aires todas esas barreras cuando te dije: - La única
garganta que me interesa es la tuya, en el Dráa es donde están todos los que
vienen conmigo en la excursión y yo vengo a verte a ti. Vamos donde podamos
estar tranquilos.- Y el palmeral nos acogió, en aquel pueblo que pisábamos los
dos por primera vez.
Bajo el olivo nos sentamos y me aproximé a ti, inspiré tu exhalación
varias veces y fue como si te deslizaras por mis fosas nasales para enraizarte
en mis pulmones, mientras aquella mezcla de aromas, tu aroma, las olivas, mi
perfume, y aquel calor agradable hacían que te extendieras aún más allá
llegando a mi corazón para habitarlo. Fueron unos segundos que para mi fueron
tan largos, nuestras miradas se acariciaban como preámbulo a la caricia de
aquel primer beso tan lento, jugoso, tierno como el primer grano de la granada
madura. Cuando vi las granadas en el zoco y me preguntaste qué quería comer,
solo tuve ojos para la granada. Nos fuimos a buscar una sombra y me explicaste
que las normas sociales impedían que fuésemos de la mano, ya que solo los
matrimonios podían mostrar afecto en público, pero fue salir de alrededor de
las casas cuando en aquella carretera nuestras manos se entrelazaron llevadas
por la fuerza de un imán poderoso. Pensé: me soltará, pero no lo hiciste,
incluso cuando pasó un coche a nuestro lado.
Después te pusiste a partir la
granada y desgranarla con meticulosidad para quitar todas las pieles
amarillentas, en ese momento fue como ver a mi tía abuela allí sonriendo ante
nosotros, mirándonos con aprobación y alegría. Me ofreciste los granos sobre la palma de tu mano y los tomé con mis
labios, y mi lengua. Te estremeciste y me susurraste: - ¿Quieres matarme? – Y
yo seguí rozando con mi lengua las líneas de tu mano, metiendo los granos en mi
boca con mis labios. Estaba verde pero para mí no hubo otra más dulce.
Las granadas del año siguiente me
hicieron llorar con tan solo verlas y no pude ni tocarlas.
La asociación que hacemos entre algunas
frutas, olores, con personas, vivencias
es tan poderosa, tan voraz, nos esculpen el alma. Una granada que para mí era
un fruto hermoso donde estallaban los olores, las texturas, la paciencia, la
espera ansiosa por imaginar el placer que traía consigo el jugo de los granos en la boca, entre los
dientes, se iba tiñendo con el deseo de
las caricias, del amor, …. Tantos
significados para ese nombre, granada. Granada, el nombre de esa ciudad en la que desperté su
añoré por primera vez la llamada a la oración, ante la ausencia de las campanas
del convento con las que despierto. Granada la ciudad que se desparrama colina
abajo entre sus casas blancas, con patios en los que florecen los granados, los
jazmines, los naranjos, colmando el aire con olor de azahar. Granada que
alborota mi melancolía, mi esperanza de encontrar ese fruto entre tus manos, de
dedos largos, finos, fuertes, manos grandes, suaves, cuidadas, manos que saben
de la dureza de los campos, y de las madrugadas de duermevelas, de tintas
que entremezclan palabras con flores
secas, amapolas y caléndulas.
La granada fruto del árbol de Paraíso,
explosión de sensaciones, de olores y deseos que evocan mi nostalgia de ti, mi habibi,
¿serás capaz de devolverme ese resplandor que aceleraba mi corazón al ver los
granos de intenso rojo, apiñados esperando a ser desgranados y expandir su jugo
fresco, oloroso y delicioso entre tus labios?
No hay comentarios:
Publicar un comentario