La música surca los laberintos sin salida
y acabamos tendidos en el suelo, sobre el brazo, mirándonos a los ojos,
navegando en esos ojos que a penas parpadean, que me miran entregados y esperan
pacientes, relajados, tranquilos, a merced de lo que pueda dar. Y doy el
penúltimo aliento, transformado en soplo que su cara recoge con placidez, para
devolverme esa ligera caricia que me habla del viento, de susurros, de la
brisa. Y entre soplo y soplo, en ese diálogo, recupero la fuerza para mirar
detrás de sus insultos, de sus patadas y siento al niño indefenso, al bebé que
no entiende pero siente, siente y percibe mi miedo, mi rabia, mi ternura, mi paciencia, mi cansancio,
y mi alegría.
Otros pies corretean y se corta este
diálogo en el que llegué a cerrar los ojos y confiar en que no me agredieran.
Se levanta contrariado y al ver a los demás correr, se levanta. Ruido, ruido,
mucho ruido, prisas, carreras, a las que se van sumando todos, incluso él, que
con una sonrisa me mira al llegar al final del recorrido, a la pared.
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