ROMERO
M
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e ofrecía una ramita de romero y con ella la buena fortuna para
vislumbrar una línea nueva, en la palma de la mano. No sabía que el olor de
unas hojas me llevaba a mi infancia, con las friegas en las articulaciones
mezcladas con olor a sal y algas desde las rodillas de mi tía abuela, hasta las
postales que escribíamos mientras el verano se escondía en los tarros de
cristal, en la balda superior del armario del cuarto de baño, para seguir
jugando con nosotras, bajo las frías lluvias de noviembre.
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