LEMJAINZA
A
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travesamos dunas hasta llegar a estar rodeados sólo de hilos de
arena en el horizonte. Al subir la siguiente duna, apareció un campamento de
jaimas. Caía la noche y el fuego a lo lejos, junto con las estrellas me
sirvieron para orientarme en aquel océano de arena. Dormimos al raso, alrededor
de la hoguera.
Por la mañana me sorprendió ver
como excavaban una zanja, bajo el fuego que había sido nuestra guía. Un hombre
mayor se metió en el agujero para comprobar su profundidad. Se echó sobre el
fondo y salió casi de un salto, con una sonrisa
radiante, de niño, se llamaba Halifa. Parecía un genio salido de la lámpara de
Aladino. Este iba a ser mi maestro en aquellas tierras.
Halifa esparció plantas de lemjainza
sobre las cenizas aún calientes, tras mojarlas con agua y las cubrió con una
manta. Sobre ella se tumbaron un hombre y una mujer. Luego los cubrieron a
ambos con mantas. Halifa me explicó que así inhalarían los vapores medicinales
mientras sudaban. La mujer había tenido un parto difícil y estaba sin energías.
El hombre padecía de dolores intensos en las articulaciones.
Aquel sahumerio fue mi primera lección.
Las hojas, las flores, los frutos y los tallos los usaban para resfriados,
debilidad sexual, dolores reumáticos, esterilidad, aliviar dolores musculares y
de huesos. Al día siguiente probé con éxito la efectividad contra la diarrea de
sus hojas secas trituradas y mezcladas con leche fermentada.
Aquí no se desperdicia nada, todo
está en movimiento, como me decía Ariadna.
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