A la salida de los restos de la mina de khol en medio de
las dunas, más allá del agujero que queda entre las rocas de donde se sacaba el
sulfuro de antimonio para preparar el khol están enterradas y enterrados bajo
la arena. Cuerpos envueltos posiblemente en el sudario, sin más huella que unas
piedras negras rodeando las tumbas con una o dos como señal de su sexo. Cubren
la cara oeste de la duna, sin fechas, ni nombres, sin identidad, sepultadas
rodeadas de arena y viento.
Las piedras negras capturan el sol, lo conectan con la
tierra, filtran ecos. Comienzo a caminar rodeándolas. No quiero pisar a nadie.
Mi mirada las recorre. Una fuerza
extraña me lleva, me conduce hacia arriba. Voy subiendo y me viene a la
memoria la imagen de una amiga al mirar una de las piedras. La tomo. Coloco
otra en su lugar, para que el círculo quede cerrado. Más arriba me viene otra
amiga a la cabeza. Recojo otra piedra, subo más. Me veo en otra piedra que
agarro. Cierro los círculos que marcan los enterramientos. Alzo la vista estoy
a la mitad de la elevación. Toda la duna es un cementerio.
Las piedras arden, pero no puedo soltarlas. Arden en un
negro intenso, opaco, y siguen viaje conmigo. Tras cruzar el océano con ellas
su color ha cambiado, son pardas, marrones oscuras, pero han perdido aquel
negro intenso. Aunque su energía permanece, vienen de un lugar poderoso,
distinto a cualquier otro que hay que sentir.
Escucha el eco de estas almas que están aquí, esperando a
ser escuchadas. Somos el espejo donde se miran y estas piedras son una llave
que, debemos aprender a usar para abrir y cerrar.
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