Las rocas con sus
tonos granates anaranjados resplandecen con la luz intensa y su color se
intensifica con el cielo azul, incluso con la neblina resplandecen al mirarlas
desde la base, por sus lechos secos. En el fondo del valle se elevan los
palmerales, olivos, granados y maíz que cultivan los hombres sacando de los
pozos el agua que discurre en primavera a su antojo y ellos domestican con las
acequias. Las kasbas se elevan mimetizándose con las montañas. Sus torres de
adobe y sus muros salvaguardan la vida que seguía los ciclos de la naturaleza,
el día y la noche, las estaciones, el tiempo de la siembra y la cosecha…
Quizás lo que más
me atrae de estos lugares sea ese ritmo en el que no tiene sentido preocuparse
porque todo está en manos de Allah y por tanto solo queda hacer lo que hay que
hacer, en este momento. Es tiempo de espera. Ya está casi el fruto que sembré
está madurando. Su proceso está transformando el agua de la lluvia en néctar,
en jugoso líquido dulce, sabroso. La luz va cambiando y con ella el paisaje,
las sombras van marcándose sobre los muros y las kasbas parecen elevarse hacia
el azul intenso del cielo que va tornándose índigo, marino hasta ser un campo
de estrellas.
No se escucha la
llamada de la oración y en cierta forma lo extraño, quizás porque ese canto era
el pulso de otros viajes, de otro sur. Puede que ahora no tenga que estar presente,
para llevarnos del apego a las leyes religiosas que emponzoñan nuestro
reencuentro a otro lugar. Aquí, en el sur del desierto, en Erfoud en las kasbas
somos tan solo nosotros, un hombre y una mujer amazigh, libres, apasionados,
que solo ansían vivir el día de hoy, la noche con intensidad dejar que el
corazón sienta y se exprese sin fronteras, sin límites.
Apenas reconozco
las ciudades de Tinerghir, Erfoud, Errachidia, son desconocidas para mí, con
sus avenidas, sus escuelas nuevas con muros de colores, pero las kasbas están
en mi recuerdo y quisiera volver, pasar unos días en una de ellas. Quizás
aprender a hacer esos ladrillos de adobe, a cocinar cuscús en una olla de barro
y recitar versos a la luz de la luna sintiendo la brisa del Sáhara que, barre
el polvo de los recovecos más recónditos y te deja con lo esencial que
precisas. Lo demás se vuelve carga, basura y te liberas. Me desprendo sin
dolor, reconecto con mi esencia que es el amor.
La vida parece
detenerse, aunque no es cierto. Si te fijas con detenimiento verás en las
parabólicas en los tejados y la gente te sorprenderá ya que saben ellos más de
ti y del norte que nosotros de ellos y de este sur.
Los símbolos son
poderosos y en las alfombras tejen sus historias con sus dibujos que más allá
de la geometría guardan memoria de lo vivido, lo soñado, ansiado, perdido. La
geometría sagrada de la naturaleza alcanza a tatuar las manos, los pies de las
novias, las joyas, los tapices. Las alfombras que se lavan en los arroyos que
cantando las cubren enjabonándolas con la ayuda de sus bailes arrebatándoles el
polvo y los restos de alguna comida que se derramó por accidente sobre ellas.
Se secarán con una de sus bocanadas y los colores rojizos, amarillentos,
negros, blancos volverán a brillar con el resplandor de la mañana.
Los
niños brotan como las flores silvestres en primavera, al calor de los bolsillos
tintineantes de los extranjeros que se detienen a hacer la foto de una
panorámica, que es el horizonte diario de estas niñas de cuya infancia han sido
desterradas por la necesidad. Te mirarán con una dureza extraña, con tintes de
una indiferencia feroz que atraviesa las conciencias, una crudeza que te encoge
el corazón y te hará tambalearte mientras ellas erguidas, con sus rizos
endurecidos por el polvo y el calor extienden la mano hacia ti con insistencia,
en forma de cuenco que se hace cada vez más profundo a medida que la recorren
tus ojos deteniéndose en los agujeros de sus camisetas, pantalones y chanclas
remendadas. No dicen nada. Su silencio es tan atronador que no lo resistes y te
entra la prisa por irte, por rebuscar en tus bolsillos unas monedas con las que
aliviar tu conciencia, con los que marcas la distancia entre tu mundo y el
suyo. El tintineo de esas monedas, unas contra otras es el eco de la llamada y
vendrá una jauría antes que te des cuenta te rodearán. No tendrás para darles a
todos por lo que te escabulles, subes al coche y te pones en marcha, aunque esa
mirada te acompañará y no olvidarás ese gesto duro, que te recuerda la
incredulidad y la falta de confianza y fe que sientes. Te incomoda demasiado
quizás mirarte en ese espejo quizás ver esa crudeza en una niña que no tendrá
más de diez años y debería mirar desde la ilusión, la confianza y la ternura.
Aquí son los
ancianos lo que miran como cuando eras niña. Aquí el reloj va al revés. Es la
vida, la sabiduría que adquieres con los años, las experiencias y las vivencias
las que te dan ilusión, lo que te lleva a sentir confianza, esperanza en lo
bueno de la vida. La magia se aprende con los años y te enciende la chispa de
la vida. Quizás porque se contempla desde el diván a una misma y se comparte
tiempo con una misma cada día en la casa, se recupera el pulso del propio
aliento y es más fácil escuchar desde el corazón.
Vi esa mirada
ilusionada, acogedora en aquella anciana que tumbada en su diván en la sala de
su casa de Fez me saludó mientras a su alrededor los nietos me saludan,
jugaban, se asustaban por mi presencia en el umbral de la puerta, las cuñadas
cocinaban. La vida bullía allí en un diálogo fruto de la convivencia
intergeneracional.
La vida que corre, sin correr...ya no en manos del tiempo sino de Dios, esa serena quietud de hacer lo que hay que hacer siguiendo el pulso del corazón y conectados con la vida. Viajar nos abre a los recuerdos, nos hace recordar en momento presente los aromas de esa esencis que buscamos. Bendito viaje. Hermoso relato.
ResponderEliminarGracias
Alejandra