La vida bajo la jaima se muestra a los turistas que llegan
con sus cámaras de fotos a inmortalizar los detalles de la vida negada,
silenciada. La batería de un coche carga
los móviles de estos nómadas que preparan un plato de exquisito cous cous
al fuego, en una cazuela de barro y lo ofrecen con un vaso de té que
compartimos sobre la alfombra. El viento se alborota y se cuela por detrás,
trae un rastro de arena que se mezcla con la sémola y la cuchara no logra
quitar. Los restos de follage seco forman la pared. Sin duda la cabra y el
burro atados más allá, a la sombra, se lo comerían en un abrir y cerrar de
ojos. La gallina sobre el bebedero seco de aluminio está sentada. Se protegen
del sol, a unos metros de la tienda principal. Entre ellos y la tienda, la
letrina.
El programa del recorrido que hacemos es el único papel
que hay aquí y lo doblo sobre la mesa ante la mirada de un niño pequeño y otro
de unos doce años que observan con cierta distancia prudencial. Al levantar el
muñeco que abre y cierra la boca al tirar de la tira de papel sonríen y al
mayor parece interesarse más que al más pequeño. Las cosquillas son universales
y el valor empleado en acercarse se ve recompensado con la risa que se
resquebraja y grita llamando a su madre. Se escabulle en cuanto puede. Aquí el
eco de aquella advertencia de las abuelas está vigente:
- No te acerques a
lo desconocidos. –
El mayor toma el muñeco de la mesa con suavidad, y lo acciona.
Su sonrisa es tan radiante, y su mirada cómplice.
Antes de irnos una bolsa de yogures desata el júbilo, que
no logran los juguetes cuando el estómago está medio vacío.
Allí se queda el muñeco, sobre la mesa en medio de aquella
planicie reseca, pedregosa, en la que los espejismos aparecen en el horizonte y
te invitan a ver manadas de dromedarios corriendo jaleados por los tuareg
vestidos de azul índigo, en busca del pozo donde descansar.
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