Los jardines resplandecen ante el agua que nutre los
rosales, el cesped que se endurece con el calor y grita: - Agua, agua, agua.
Las palmeras y las acacias regalan sombras.
La torre de la Koutubia cual faro se eleva sobre la medina
y las parabólicas que siguen poblando las terrazas. Las puertas se abren unos
minutos antes de la llamada a la oración para acoger a los creyentes y que
puedan acceder y realizar sus pequeñas abluciones antes del salat. Me cubro el
cabello, los hombros, me descalzo e intento entrar. Una mujer mayor que está
sentada con otra de media edad me pregunta:
_ ¿Muslim?
Y afirmo muslim,
sí. Pero la más joven me da el alto, me pregunta de dónde soy. Y al decir
España me mira de arriba abajo e insiste en que no puedo entrar. La mayor le
dice muslim, pero la otra no me permite acceder. Se acercan más mujeres y
decido irme mostrando cierta indignación. Me quedo en el umbral contemplando
las alfombras rojas y blancas que cubren el suelo sin poder entrar.
- ¿Una foto? – Posan sonrientes colocando sus manos en
forma de corazón. Nos sacamos unas cuantas. Se miran, ríen, y empiezo a hacer
cosquillas al más pequeño, un niño de seis años. La risa loca estalla, se
expande. Y ellas corren a buscar rosas, y nos llenan las manos de rosas
blancas, amarillas, anaranjadas, rojas, rosas.
Infancia radiante, exuda ilusión, inocencia que constrasta
con la mirada feroz de otra niña que acude a la llamada del relax con sus
cabellos rizados tiesos, sus ropas polvorientas, demasiado grandes, y su rictus
duro se coloca al lado de la niña tras la que puede esconder su cuerpo. Mis
alertas se encienden y me levanto pidiendo que no vayan a por más rosas. –
Sucran, sucran- Me alejo y las veo
seguir rodando sobre el cesped.
La infancia que conecta con la niña que albergo dentro
conecta con esas risas, permite la conversación desde la confianza, la risas,
la curiosidad y la hospitalidad se expanden desde el corazón.
No sé donde están las madres, o los padres, de estas
criaturas que siguen girando sobre sí misma, dejándose llevar sin importarles
que se manchen sus vestidos. Incluso la mayor a pesar de llevar ya hiyab a sus doce años, rueda con más
ilusión que nadie. Quizás intuye que poco tiempo resta para dejarse conducir
por la gravedad de la pendiente. Las otras llevan colas de caballo altas,
pronto su piel solo recibirá la caricia del sol en su cara, sus manos y su
pies. El plexo solar, sus gargantas, sus cuellos se cubrirán. Y lo harán porque
es el modelo que las rodea a todas horas.
Se cubrirán y el ardiente sol no acariciará su piel. Sus
cuerpos no vivirán la agresión de ser despojadas de sus ropas ajustadas a sus
curvas por las miradas de los hombres en la calle. Se invisibilizarán en la ropa
suelta, bajo la chilaba, cubiertas por el niqab. Su desnudez será un estado
natural que se vive en el interior del hamman,
en la intimidad de la habitación. Dejarán de ver cómo crecen los cuerpos
masculinos en el hamman, convivirán
con ellos mientras tengan las edades en que las diferencias no importan. En la
casa mientras las mujeres realizan el ritual de la henna descubrirán los secretos y las confidencias para salvaguardar
el honor de la familia en la noche de bodas, para vivir lo mejor posible en la
sombra de esas leyes hechas por hombres que legislan desde esa visión de la
mujer objeto, frágil, símbolo de pureza y sualvaguarda de las estirpes de unas
creencias que olvidan lo esencial, la raíz que habla de paz, de amor, de
respeto, de aprendizaje, de convivencia pacífica.
Se mezclan la tradición con la religión, los ritos con las
tradiciones, las costumbres con las leyes, y todo esta mezcla caótica genera
violencia, represión, culpa… ¿Dónde queda el amor? ¿El amor hacia una misma? ¿Y
el amor a la vida?
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