viernes, 27 de septiembre de 2019

MARRAQUECH






El reencuentro con los lugares que siguen observando la vida pasar es posible pero la luz con la que los contemplamos es otra. La noche cae y con ella se van los cuentacuentos, las serpientes se enroscan en el interior de sus cestos de mimbre y se cierran las sombrillas para que se enciendan los farolillos y los candiles que atraen a la multitud en círculos que los artistas cierran para así atraer a más curiosos y cerrar la vía de escape sin dar unas monedas.
La música no cesa y me sacan a bailar al centro del círculo que los actores abren y cierran.  Danzo con él, giro, hago que me aplaudan y luego viene reclamándome unas monedas. Agarro la pandereta y pido como él al público que no rasca de sus bolsillos ni unos céntimos.
La magia de Jemma al Fna se está apagando. Se está viendo invadida por los carros de frutas tropicales y los de comida que recogen cada madrugada y vuelven a montarse al atardecer restan espacio a las tatuadoras de henna, a los equilibristas, a los saltimbanquis, a los actores, bailarines, músicos, aguadores, a las echadoras de cartas que dejan como reclamo sobre el asfalto la baraja española y se sientan frente a ella, en un taburete a esperar. Los boxeadores han desaparecido y los dentistas con sus tenazas y sus tarros de muelas carcomidas no los veo.
La vida que  bullía en la calle por la que accedíamos al cine,  con sus restaurantes con fuentes en su centro y terrazas en las que pintaban los artistas se han transformado en galerías con neones, espejos, luces blancas que muestran ropas occidentales, playeros,  comida rápida y casas de cambio.  A medianoche la acera se cubre por completo con zapatos, camisas, chilabas que venden los subsaharianos de Senegal, Mali, Nigeria, Camerún,… La calle es suya en la madrugada. La emigración ha cubierto la sonrisas complacientes la oscuridad de las noches, con sus pieles negras, brillantes aguardan la oportunidad de poder seguir viaje al norte, aunque algunos se quedan atrapados en esta frontera sur.
Marraquech es otra etapa en su camino, es su caravasar.
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Las calles se han poblado de mujeres que mendigan unas monedas, reparten la compasión con los lisiados y tullidos.  Las niñas leen el Corán en el regazo de su madre mientras esta estira la mano cual cuenco que aguarda unas monedas. ¿Dónde están los maridos? ¿Dónde está la familia de estas mujeres si son viudas? ¿Serán madres solteras? El tejido de la sociedad va mutando sin duda y en nueve años los cambios son palpables. Los artesanos han descendido en número, ya no ves una desbandada de hombres camino a la mezquita cuando llaman a la oración. Ya no hace falta sacar esterillas fuera, en la plaza para acoger a los fieles en su salat. Ya no se cierran los negocios aunque si prestas atención podrás ver a algún hombre haciendo su salat en su tienda. Los retratos de Hassan II han desaparecido, y los de su hijo Mohamed VI salpican los negocios algún muro de la plaza, pero ya no sientes aquella mirada omnisciente del padre siguiéndote.
La plaza del fin del mundo ha perdido al genio que la protege, ¿Quién será el sustituto de Goytisolo? ¿Quién de estos hombres con chilabas que se toma un té en las terrazas velará por la continuidad de este patrimonio oral que es de todo el mundo?
Te cruzas con pocas chilabas, con pocos caftanes, sin embargo proliferan los niqab, y aparecen tuk tuk desnudos en la plaza, al otro extremo de las calesas que siguen marcando el camino como la Koutubia. No son los tuk tuk de India, vestidos con Ganesha y sus ofrendas de flores, con las estampas de Parvati, Shiva, Brama… Los asiáticos están llegando, incluso llegas a leer algún cartel escrito en chino.
Me voy al sur, más al sur, donde la contaminación de la globalización no me despoje de la identidad.




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