El reencuentro con
los lugares que siguen observando la vida pasar es posible pero la luz con la
que los contemplamos es otra. La noche cae y con ella se van los cuentacuentos,
las serpientes se enroscan en el interior de sus cestos de mimbre y se cierran las
sombrillas para que se enciendan los farolillos y los candiles que atraen a la
multitud en círculos que los artistas cierran para así atraer a más curiosos y
cerrar la vía de escape sin dar unas monedas.
La música no cesa y
me sacan a bailar al centro del círculo que los actores abren y cierran. Danzo con él, giro, hago que me aplaudan y
luego viene reclamándome unas monedas. Agarro la pandereta y pido como él al
público que no rasca de sus bolsillos ni unos céntimos.
La magia de Jemma
al Fna se está apagando. Se está viendo invadida por los carros de frutas
tropicales y los de comida que recogen cada madrugada y vuelven a montarse al
atardecer restan espacio a las tatuadoras de henna, a los equilibristas, a los
saltimbanquis, a los actores, bailarines, músicos, aguadores, a las echadoras
de cartas que dejan como reclamo sobre el asfalto la baraja española y se
sientan frente a ella, en un taburete a esperar. Los boxeadores han
desaparecido y los dentistas con sus tenazas y sus tarros de muelas carcomidas
no los veo.
La vida que bullía en la calle por la que accedíamos al
cine, con sus restaurantes con fuentes
en su centro y terrazas en las que pintaban los artistas se han transformado en
galerías con neones, espejos, luces blancas que muestran ropas occidentales,
playeros, comida rápida y casas de
cambio. A medianoche la acera se cubre
por completo con zapatos, camisas, chilabas que venden los subsaharianos de
Senegal, Mali, Nigeria, Camerún,… La calle es suya en la madrugada. La
emigración ha cubierto la sonrisas complacientes la oscuridad de las noches,
con sus pieles negras, brillantes aguardan la oportunidad de poder seguir viaje
al norte, aunque algunos se quedan atrapados en esta frontera sur.
Marraquech es otra
etapa en su camino, es su caravasar.
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Las calles se han
poblado de mujeres que mendigan unas monedas, reparten la compasión con los
lisiados y tullidos. Las niñas leen el
Corán en el regazo de su madre mientras esta estira la mano cual cuenco que
aguarda unas monedas. ¿Dónde están los maridos? ¿Dónde está la familia de estas
mujeres si son viudas? ¿Serán madres solteras? El tejido de la sociedad va
mutando sin duda y en nueve años los cambios son palpables. Los artesanos han
descendido en número, ya no ves una desbandada de hombres camino a la mezquita
cuando llaman a la oración. Ya no hace falta sacar esterillas fuera, en la
plaza para acoger a los fieles en su salat.
Ya no se cierran los negocios aunque si prestas atención podrás ver a algún
hombre haciendo su salat en su
tienda. Los retratos de Hassan II han desaparecido, y los de su hijo Mohamed VI
salpican los negocios algún muro de la plaza, pero ya no sientes aquella mirada
omnisciente del padre siguiéndote.
La plaza del fin
del mundo ha perdido al genio que la protege, ¿Quién será el sustituto de
Goytisolo? ¿Quién de estos hombres con chilabas que se toma un té en las
terrazas velará por la continuidad de este patrimonio oral que es de todo el
mundo?
Te cruzas con pocas
chilabas, con pocos caftanes, sin embargo proliferan los niqab, y aparecen tuk tuk desnudos en la plaza, al otro extremo de
las calesas que siguen marcando el camino como la Koutubia. No son los tuk tuk
de India, vestidos con Ganesha y sus ofrendas de flores, con las estampas de
Parvati, Shiva, Brama… Los asiáticos están llegando, incluso llegas a leer
algún cartel escrito en chino.
Me voy al sur, más
al sur, donde la contaminación de la globalización no me despoje de la
identidad.
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