sábado, 5 de noviembre de 2016

Hutong



HUTONG.
Camisetas viejas hechas jirones, atadas a un palo de madera penden de las ramas de los árboles, ¡fregonas a un módico precio!  Calles estrechas, casas grises, sin ventanas, de una planta, pequeñas fortalezas, desembocan en pequeñas plazas. Delante de la puerta de una casa una mujer introduce en aceite palillos con carne insertada.  De una cuerda cuelgan de su percha pantalones, camisas que se secan al sol. Bicicletas apiladas en esquinas, polvo en suspensión te rodea, suelos de tierra.
En este laberinto de puertas cerradas alrededor de las cuales penden los deseos que se colgaron en el año nuevo sobre papel rojo, medio descoloridos y raídos franqueando la puerta.
En un recodo olemos el intenso olor del detergente mezclado con el orín y descubrimos los baños públicos. Los desheredados que pedían en las inmediaciones del templo regresan a casa y las bicicletas adaptadas a la ausencia de sus miembros dan vida a las calles del hutong, que parecía desierto, infranqueable, hasta que una puerta entreabierta suscita curiosidad y valentía. Solo se ve el fondo gris del muro al fondo. Levanto el pie y atravieso el umbral. Un timbre pende del techo, suspendido en el aire. Hay dibujos en las paredes de figuras geométricos como el círculo enmarcado en el octaedro, símbolos de armonía y equilibrio. Al doblar aquel pasillo desemboca en un patio repleto de plantas y asientos de madera. Los ventanales dan al patio y se ve el interior de las estancias, una cama, una silla y su mesa de escritorio, un televisor, algo de ropa colgada de una cuerda en perchas. Cada habitación está cerrada con llave. Parece una casa de huéspedes.
Me recuerdan estas casas a las de la medina, casas que se abren hacia su interior, sin ventanas para que los extraños no invadan la intimidad, mientras en el interior todo gira entorno al patio, donde el agua y la vegetación tienden un puente para que inicies el viaje hacia el interior.
Desde el exterior aquí, solo verás dos, tres, o cuatro prismas exagonales sobre las puertas, indicando el nivel social de la familia que habita el hutton.
Cae la noche, y las linternas rojas se encienden en los puestos callejeros, en cada uno de ellos venden un bicho diferente insertado en un palillo, culebras, cucarachas, arañas, saltamontes, gusanos, y un poco más allá pescado, piñas rellenas de arroz,… Vences la primera impresión y compras un gusano. Todos los puestos venden estas orugas, y eso te hace decidirte por ellos. Tras un par de vueltas por la plancha te lo dan, y observan tu gesto al hincarle el diente. Crujiente por fuera, por dentro un sabor fuerte, a marisco, la cáscara es demasiado dura. Es comestible, pero no como para tomar los cinco que venden en cada palo. El pescado está demasiado picante, quizás sea una forma de esconder el tiempo que lleva en la calle. Lo dejamos en el cubo de basura, antes de dejar la botella de agua vacía una mujer la coge y la mete en su bolsa repleta de plásticos. Un hombre agarra el palo con el pescado, pellizca un poco y se va comiéndoselo. 
Con la noche comienzan a verse cartones sobre los que dormirán hombres y mujeres esta noche. Y en el metro una pareja de ancianos recorre el vagón agitando una lata con monedas, mientras hacen sonar una música estridente como reclamo. Los taxis no paran, encontramos uno parado pero parece que no sabe dónde está  nuestro hotel, así que desandamos el camino buscando una parada de metro, una D.

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