HUTONG.
Camisetas
viejas hechas jirones, atadas a un palo de madera penden de las ramas de los
árboles, ¡fregonas a un módico precio!
Calles estrechas, casas grises, sin ventanas, de una planta, pequeñas fortalezas,
desembocan en pequeñas plazas. Delante de la puerta de una casa una mujer
introduce en aceite palillos con carne insertada. De una cuerda cuelgan de su percha
pantalones, camisas que se secan al sol. Bicicletas apiladas en esquinas, polvo
en suspensión te rodea, suelos de tierra.
En
este laberinto de puertas cerradas alrededor de las cuales penden los deseos
que se colgaron en el año nuevo sobre papel rojo, medio descoloridos y raídos
franqueando la puerta.
En un
recodo olemos el intenso olor del detergente mezclado con el orín y descubrimos
los baños públicos. Los desheredados que pedían en las inmediaciones del templo
regresan a casa y las bicicletas adaptadas a la ausencia de sus miembros dan
vida a las calles del hutong, que parecía desierto, infranqueable, hasta que
una puerta entreabierta suscita curiosidad y valentía. Solo se ve el fondo gris
del muro al fondo. Levanto el pie y atravieso el umbral. Un timbre pende del
techo, suspendido en el aire. Hay dibujos en las paredes de figuras geométricos
como el círculo enmarcado en el octaedro, símbolos de armonía y equilibrio. Al
doblar aquel pasillo desemboca en un patio repleto de plantas y asientos de
madera. Los ventanales dan al patio y se ve el interior de las estancias, una
cama, una silla y su mesa de escritorio, un televisor, algo de ropa colgada de
una cuerda en perchas. Cada habitación está cerrada con llave. Parece una casa
de huéspedes.
Me
recuerdan estas casas a las de la medina, casas que se abren hacia su interior,
sin ventanas para que los extraños no invadan la intimidad, mientras en el
interior todo gira entorno al patio, donde el agua y la vegetación tienden un
puente para que inicies el viaje hacia el interior.
Desde
el exterior aquí, solo verás dos, tres, o cuatro prismas exagonales sobre las
puertas, indicando el nivel social de la familia que habita el hutton.
Cae
la noche, y las linternas rojas se encienden en los puestos callejeros, en cada
uno de ellos venden un bicho diferente insertado en un palillo, culebras,
cucarachas, arañas, saltamontes, gusanos, y un poco más allá pescado, piñas
rellenas de arroz,… Vences la primera impresión y compras un gusano. Todos los
puestos venden estas orugas, y eso te hace decidirte por ellos. Tras un par de
vueltas por la plancha te lo dan, y observan tu gesto al hincarle el diente.
Crujiente por fuera, por dentro un sabor fuerte, a marisco, la cáscara es
demasiado dura. Es comestible, pero no como para tomar los cinco que venden en
cada palo. El pescado está demasiado picante, quizás sea una forma de esconder
el tiempo que lleva en la calle. Lo dejamos en el cubo de basura, antes de
dejar la botella de agua vacía una mujer la coge y la mete en su bolsa repleta
de plásticos. Un hombre agarra el palo con el pescado, pellizca un poco y se va
comiéndoselo.
Con
la noche comienzan a verse cartones sobre los que dormirán hombres y mujeres
esta noche. Y en el metro una pareja de ancianos recorre el vagón agitando una
lata con monedas, mientras hacen sonar una música estridente como reclamo. Los
taxis no paran, encontramos uno parado pero parece que no sabe dónde está nuestro hotel, así que desandamos el camino
buscando una parada de metro, una D.
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