viernes, 14 de agosto de 2020

Tijeras, peine y mundo por montera

 

Ya no he vuelto a escuchar los compases de Mozart mientras me lavaba el pelo y masajeaba mi cuero cabelludo echando la cabeza hacia atrás y sintiendo la loza fría del lavabo de aquella peluquería en la que trabajaron madre e hijo toda una vida. Ya no volvería a entrecerrar los ojos y soñar con los versos de Virginia Wolff que Ángel, mi peluquero me recitaba de memoria, mientras observaba el nacimiento de mi pelo, los remolinos y planificaba la mejor forma de cortarlo. La noticia me sacudió: - “No hay nada que hacer, ya han pasado los tres años que me permitió estar aquí y tengo que dejar el piso el uno de septiembre. No hay más tiempo. 

Un tiempo nuevo ya está aquí, ha acabado un ciclo, esto es el final. Una época acaba con este hecho.  -- Esa sensación de apoderó de mi con firmeza. Consternada le dije:

-        -   Pero Ángel, ¿cómo es capaz de echarte de esa casa? Esa casa que te vio nacer.

-          - Es así, es lo que hay, así que cogeré mi maleta y me iré. Quiere tirar el edificio, arreglarlo entero, hacer apartamentos. Ya le dejé el piso de abajo pero no es suficiente y ya tuve el juicio. No hay nada que hacer.

-          - Tiene dinero de sobra, tres farmacias que tiene ¿no son suficientes? De algo puedes estar seguro no pienso ir a comprarle ni una tirita, que se olvide.

-          -  Me llevo el cariño de todas mis clientas, eso me han dicho todas, y eso es lo más valioso, dejo el cariño y eso es importante para mí.

-         -  Pero tenemos que vernos, antes de que te maches.

-          - Yo estoy aquí, llámame y vienes, te cortaré el pelo por última vez, ese pelo tan hermoso que tienes.

-          - Cuenta con ello.

 

Volví por última vez a aquel primer piso y tiré del sedal que colgaba por fuera y abría la puerta. Aquel pasillo ancho, con paredes enmoquetadas en tonos mostaza que vieron entrar a los nazis en plena guerra a buscar al padre de Gelin, republicano exhibiendo las armas. Ahora los desconchones de las paredes estaban cubiertos con posters de grandes películas de la época dorada de Hollywood: El hombre tranquilo, Vacaciones en Roma, y La Dolce Vita. A través del espejo te cruzabas con la mirada dulce de Audrey Hepburn, la serenidad de Greta Garbo, la calidez de Mastrollani, la fuerza de John Wayne agarrando a Mauren O¨Hara antes de besarla en el cementerio, y en el lateral la elegancia de Ángel con un traje de pantalón y chaqueta clara a sus treinta años paseando por la calle Uría de Oviedo, con sus gafas de sol, con una mano metida en el bolsillo del pantalón, todo un gentelman. En la otra pared las plantas que su madre que le encargó antes de morir que cuidase, ese ficus que crecía en su galería lentamente, y a su lado el reloj de pared, con su péndulo en el que leíamos la hora por la posición de las agujas, bajo él el retrato en blanco y negro de su madre rodeada de sus tres hijos varones alrededor. Delante de ella con una mirada tímida, curiosa estaba Gelín, al amparo de esa mujer fuerte y con una presencia capaz de eclipsar a cualquiera. A ambos lados, dos niños muy diferentes del pequeño, dos niños que parecían competir por ser el capitán del equipo.

-          - ¡Qué pena me da que te vayas!

-          - Ya pero no me queda más remedio. Saldré y me iré a Madrid al piso que compré hace ya muchos años, enfrente del Parque de EL Retiro. Allí si me dejan cocinar ya no pido más. Escribir no podré con la máquina allí, tendré que ir a pasar a limpio a casa de mi hija mientras ella trabaja. A mi mujer le molesta el ruido de la máquina.

-          - Pero cómo puede decirte eso.

-        -   Me casé con una mujer inteligente, conversadora, guapa, una chica que hablaba francés, a la que le gustaba leer pero se ha vuelto una vieja gruñona, que sólo sabe quejarse tomar pastillas y reñir. Ya me dijo que aquella casa eran 70 metros y no los 150m a los que estoy acostumbrado. Ella aquí ya hace tiempo que no viene, ni en verano porque sus amigas ya se han muerto todas y no tienen ambiente con quién salir. Yo estaba aquí trabajando con mis clientas, feliz, estoy como un chaval, me levanto hago mis ejercicios por casa, limpio, atiendo a mis clientas, preparo algo de comer, escribo y si tengo algo de trabajo pues yo encantado, soy feliz trabajando. Luego voy a la partida y a veces ya ni juego al mus porque ellos son ya tan mayores que ya no pueden ni jugar, o se han muerto. Mira esta foto era el equipo de fútbol de cuando tenía veintiocho años, ya no quedamos vivos más que Manolo y yo. Él anda en una silla eléctrica con la cabeza ida. ¿Cuántos años me quedarán buenos diez, quince como mucho?

-          - ¿Por qué no te quedas aquí en otro piso?

-          - No, no. Yo me voy a mi casa. La compré y mi suegro no estaba de acuerdo, de aquella invertí todo lo que había ganado en Paris, ya sólo tengo que recoger mi ropa y ya está. Al tener que dejar el piso de abajo hace tres años fue cuando tuve que desocupar todo, aparecieron tantas cosas, fotos, pero ya todo eso está en Madrid. Hace unos meses cuando me llegó la carta ya diciéndome que el 1 de septiembre tengo que dar las llaves me desorienté, intentaba meter la llave en el piso de abajo y no podía abrir. Fui al médico y me dio unas pastillas para el riego, es lo único que tomo. Y no se lo digas a nadie, prométemelo, pero la semana que viene cumplo ochenta y dos años. Nunca tomé nada de medicación, estoy ágil, me muevo, ya me ves. Me encuentro muy bien.

-          - Y lo estás, tienes más vitalidad que mucha gente joven.

-        -   Si me deja encargarme de cocinar y puedo seguir escribiendo, tengo el Museo cerca, puedo ir a ver muchas cosas allí.

-          - Desde luego, tendrías que escribir la historia de tu vida.

-          - No sé, tú siempre me lo dices.

-          - Sí es así, estas tres novelas que has escrito son interesantes, pero tu vida lo es más.

-         -  No sé, quiero acabar esta. Me tiene atrapado ahora desde que estoy con esto no he escrito nada, pero estoy pensando, en mi cabeza sigo escribiendo.

-          - Claro me imagino, y con todo esto, lo secadores, esa máquina…

-      -     Esta máquina fue de las primeras que salieron para hacer tratamientos de rayos infrarrojos, mira esta foto, en ella está Marita que ya murió y se hizo esta foto el día en que empezó la Guerra Civil. Todo esto son trastos, vendí la mesa de madera sobre la que escribo que me la compró una clienta, pero el resto ya quedé con los gitanos para que vengan el día antes y se lleven los secadores, los sillones, lo que quieran. Lo demás lo voy sacando a la basura poco a poco. No quiero que nadie entre después y se haga una idea de cómo vivía aquí. Te voy a dar una de las hijas de la planta de la galería, porque tú la cuidarás.

-          - Aún así me da tanta pena. Naciste en esta casa, te fuiste tan joven y volviste pensando que acabarías tu vida aquí a la vera de este puente del que partieron tantos barcos,...

-        -   El otro día me llamaba Gelin la mujer de la Confitería, ella que me conoce de siempre, y me prestó tanto, me llamaban Gelin. Me fui de aquí tan joven, con catorce años me enviaron el internado después de que una de las ayudantes de mi madre me hiciese hombre, tú ya me entiendes.

-          - Sí, me lo contaste. Luego te fuiste a América, ¿qué país te quedó por ver allí?

-          - Viví en casi todos, salvo en Cuba. De aquí me fui a Buenos Aires, con mi hermano, Iba  a trabajar en una oficina, ya que habíamos estudiado para eso en Villaviciosa. Pero allí en la oficina el trabajo no me gustaba. Y los dos empezamos a estudiar por las noche en una Academia de Peluquería. A mí me encantó y dejé la oficina, ganaba más en una semana que en un mes en la oficina. Mi hermano lo dejó porque se le hinchaban los pies por estar de pie y no era muy sociable con las señoras. Luego me fui a Chile, trabajaba y cuando tenía dinero viajaban cuando se acaba el dinero volvía a trabajar, así recorrí casi todo. En Caracas tenía mi peluquería, con empleadas y puede que tenga alguna hija por ahí, no lo sé.

-         - Rodeado de señoras has oído de todo, los secretos que se cuenta al peluquero, podrías contar esas historias de ese tiempo que es otro ya.

-          -- Desde luego, lo voy a pensar, primero tengo que acabar con la novela que estoy terminando pero puede que lo haga, sí. Una vez una clienta me envió la propina por el chófer, de aquella fueron al cambio unos diez mil pesetas.

-       -   La dejarías muy satisfecha, me imagino. ¿Estamos hablando de esa época en que los sueldos medios eran de unas seiscientas pesetas?

-       -   Sí, más o menos, era muy elegante, muy bonita. Y una cosa lleva a la otra, estaba muy sola, el marido no le hacía mucho caso. Uno era muy discreto.

-       -    Por supuesto, discreción y saber estar.

-      -    En la próxima vida nos casamos tú y yo. Viaja y disfruta todo lo que puedas luego llegará el momento en que ya no te apetecerá. Volví y quise estar en la peluquería de mi madre, volver a vivir aquí en esta casa en la que nací y ella se murió. Ahora me voy a la mía y llevo el cariño, el respeto de la gente, eso no tiene precio.

-        -   Desde luego, te echaremos de menos mucho. Se perderá ese saber de cómo seguir tiñendo a estas mujeres mayores que en las nuevas peluquerías les queman el pelo.

-       -   Eso te lo dan los años, yo tengo una ficha por clienta y apunto las proporciones si le gusta el color como queda para la próxima tintura, anoto los tiempos, si le pareció bien el rizado, para ir viendo en las futuras permanentes, pero a ti que haría con ese pelo que tienes un corte, unas mechas de color, aun se pueden crear tantas cosas con tu pelo. Me llevaré esta tijera que la compré hace cuarenta años y el que me la vendió dijo que no haría falta afilarla nunca y así ha sido.

-     -     Unas tijeras, un peine y el mundo por montera.

-     -     Adoro esta profesión, me ha permitido conocer tantos lugares, tantas personas, a tantas mujeres sus formas de pensar, son fascinantes, tan rápidas, inteligentes, me encantan.

-          Sabes muy bien cómo tratarlas, eres la diplomacia en persona. Me fascina ver como llevas a la anciana beata que se despide recordándote que deberías rezar, contenta y deseando volver a tus manos y cómo sonríes con una complicidad total con otra que es atea como tú. Eres capaz de hacer que se sientan bien todas.

-          Esa es la clave del éxito, tienen que estar a gusto, vienen a pasar un rato agradable, algunas les gusta mirar las revistas y no hablan, con otros puedo hablar, como tú que me corriges mis escritos, con quien puedo compartir otras cosas. Pero si se olvidan de quejarse, de los dolores un rato pues estupendo. Ya le dije a mi hija que dejara de ver a televisión, yo no veo telediarios, solo cuentan desgracias, vale más centrarse en lo que merece la pena, en lo que te da felicidad. La música es maravillosa, escucho a Mozart y me encanta me dan ganas de moverme, de bailar. Releo Madame Bovary y encuentro algo nuevo siempre.

 

Corría el final del verano de 2019 y una época tocaba a su fin. el principio del fin de una forma de vida estaba ya comenzando en el este, en China. Sentí que un ciclo en mi vida concluía ahí, en ese momento en que miré por última vez la escultura de la Virgen del Carmen y el Niño que colgaba de una peana detrás de la puerta de la peluquería de la que ya no quedaba ni el rastro del papel escrito con mano temblorosa que anunciaba la existencia de la Peluquería que antaño tuvo un cartel con luz integrada a la calle donde se podía leer: Peluquería Ángeles, y que se llevó por delante un camión que cruzó la villa de Llanes cuando la circulación era de doble sentido en esta villa marinera. Una villa que deja ir a unos de sus hijos en silencio, a un hombre que llevó con orgullo ser de Llanes por toda Ámerica Latina y se va ligero de equipaje en el autobús camino de Madrid, con su maleta en la mano mirando como antaño con la cabeza alta, hacia delante pero esta vez sabe que ya no vivirá el día del retorno.

jueves, 13 de agosto de 2020

A los pies de la Yoca





Hace unos días me fui a la orilla del Cantábrico, ansiosa de ver horizontes azules, marinos, ondulantes, amplios en los que el movimiento fuera una caricia que viene y va como las mareas en esta orilla. Y llegué siguiendo la estela de los barcos de mercancías hasta los pies de la madre del emigrante, de la “Yoca.”

Unos minutos más tarde sentí la necesidad de atravesar esa frontera de los zapatos, de las mascarillas y meter los pies en el agua, y bajé hasta la orilla. La bajamar era muy pronunciada y en una roca pude sentarme y meter los pies a chapotear como cuando era una niña. El sol estaba ya bajando, y llegaban hasta mis oídos los acentos suaves de una pareja de sudamericanos que tumbados al sol conversaban animadamente. Él se levantó y rebuscaba entre las piedrecitas arrastrando con el pie una capa de ellas, y le advertí de la presencia de cristales. Comenzamos a charlar animadamente y se tumbó cerca de donde yo estaba.

Aquella charla con aquel muchacho hondureño de unos veintitantos años me reconfortó, me abrió el camino hacia ese viejo horizonte en el que la charla cobra sentido y nos hace encontrarnos, reconocernos y celebrar la fraternidad que debería imperar en esta humanidad que se repliega ante esta pandemia.

Charlamos durante casi una hora sobre tantas cosas, me preguntaba cómo había sido la crisis del ladrillo, compartió sus inquietudes y sus dudas sobre las causas de la carencia de paciencia en la población española. Él desde su trabajo sirviendo en bares, restaurantes estaba asustado por la falta de empatía, por el descuido que palpaba en la gente al salir del confinamiento, la falta de prevención, la rapidez con que querían ser atendidos a sus demandas, y compartió la indignación por la explotación en el mundo de la restauración donde a penas quince minutos para comer y jornadas de catorce horas le agotan. Me preguntaba sobre la España vaciada, y sobre esa vuelta al campo, ese campo que veía vació, si cultivos. Y me confesó que agradecía la cuarentena, porque para él había supuesto un tiempo de desconexión, de adentrarse en su interior y sentir a Dios, sentir la fugacidad y la vacuidad de la existencia. “No somos nada, somos muy insignificantes, nos vamos en un segundo, y no podemos hacer nada. Cuantos se han muerto solos, sin nadie, esos ancianos en las residencias. En mi país no hay asilos, los viejos están en la casa, s eles cuida como te cuidaron ellos a ti”. Este tiempo le sirvió para mirarse y ver como si hubiese estudiado en lugar de una carrera universitaria una técnica tendría más trabajo ahora. Y a su amiga venezolana se le enturbiaba la sonrisa al mirar atrás y recordar cómo en su país tenía su empresa, su piso y aquí empezó a venir a pasar vacaciones. Ahora estaba trabajando para otros, sintiéndose explotada en su condición de emigrante sin papeles.

La vida es tan difícil para aquellos que emigran, que dejan atrás sus raíces, su pasado, a su familia, son verdaderos héroes y heroínas que se fueron en busca de un futuro mejor y en ese viaje se encontraron a sí mismos, a su esencia más auténtica. Se enfrentaron como Ulises a los cantos de las sirenas que querían arrebatarles la vida y llevárselos a un fondo desconocido pero ellos fuero atrapados por esas sirenas, no tuvieron tripulación que los sostuviera a flote sobre el navío a salvo. Ellos bucean en otros mundos marinos, y sueñan con volver cuando la desesperanza los atrapa, sin darse cuenta de que la vuelta ya no es posible, ya que la orilla que dejaron ya no existe. Esa playa se ha transformado, ya no es la misma, ni ellos son los mismos, su maleta está repleta de nuevas miradas, de nuevos desafíos. Esa vuelta es como si quisiéramos ensartar una de las cuentas de un mala que ha estado rodando por un río hasta llegar al mar, conserva el orificio, pero ya no tiene el tamaño, ni la forma de antes para encajar en el mismo lugar que ocupaba en el conjunto. Su lugar ocupaba el número trece y ahora podría ensartarse en el número treinta y tres para que los dedos reconozcan el final de la primera vuelta.  





EL JARDÍN DE HANZADA