martes, 28 de diciembre de 2021

Reencuentros

 

En aquel mes de marzo el tiempo se detuvo en aquella cocina, el calendario ya no dejó caer más hojas desde aquel fatídico mes de marzo de 20200. Los relojes siguen con su tic tac pero allí se detuvo todo. Las cuentas del rosario siguen moviéndose ágiles entre los dedos de la abuela que las desliza entre susurros, nombrando sin voz quizás los noventa y nueve nombres de Allah, o las suras que ruegan por su nieta, por Hanzada. La luz que su presencia irradiaba ya solo alimenta los sueños de sus hermanos a los que les dice que no lloren por ella, que está bien y se alegra de haber conocido a todas las personas que conoció en la Tierra.

La oquedad es tan grande, tan abisal… los ecos de su presencia nos rodean y nos coloca alrededor de una mesa pero el vacío te araña el alma y no aciertas a comprender, a asumir ese vacío, te dejas llevar por una rutina, por un discurrir en el que solo encuentras oquedades, ecos, vacíos y aguardas a que la rosa vuelva a florecer, vuelva a tomar fuerza y renazca quizás la próxima primavera. Mientras el retrato de mi niña sentada sobre una pila de libros posa abriendo uno entre sus manos, leyendo, aprendiendo que era a lo que se aferraba en los momentos más duros, cuando intuía que algo no estaba bien y su salud iba quebrándose cada día un poco más. La parra que cuidan en el patio lleva su nombre, quebradiza rodea la ventana aguardando la salida del sol. El invierno está aquí, sigue dentro de nosotras y aunque llegan nuevos rostros, nuevas vidas el dolor sigue ahí.

La vida no empieza ni acaba en unas notas de instituto, ni de clase. La vida no puede condensarse en un número. Un número de seguidores, de medias,… Me llegan invitaciones a canales de video en que mujeres extranjeras desde sus casas en otro país comienzan a contar cómo cocinan los platos de los países de origen de sus maridos, de sus países, comienzan a hablar de esos puentes olfativos, sabrosos que nos hacen viajar con un aroma que te lleva a la calle de infancia, al día de una boda, a la fiesta de compromiso de una prima donde conocieron al que hoy es su marido, a la alegría de volver a un lugar en el que sientes que tienes tu lugar. Luego pasan a hablar de esos puentes amorosos, de esos vínculos que se establecen en esos encuentros interculturales en los que tratan de crear con sus maridos e hijos e hijas. Encontrar un lugar donde poder ser, donde poder crear desde el amor, la confianza y el respeto un mundo nuevo, donde las agresiones externas son reconocidas y tratan de encontrar una vía para ser compensadas, para superarlas. Se enfrentan al silencio cómplice de la violencia que ejercen leyes, sociedades hipócritas, creando un canal en una plataforma digital donde queda constancia de su historia, de su vida, de sus miedos, de sus angustias, de sus sueños.

Hay silencios infranqueables, difíciles de explicar. Veo a estas mujeres en múltiples canales, mostrando sus cocinas, sus rostros maquillados para el evento en una red de miradas ajenas donde muestran parte de una vida que está más cercana a la anhelada que a la real, muestran una parte de esa cotidianidad que es el espejo de miles de mujeres, buscan ese click para seguir nutriéndose de seguidoras y tratar de sacar alguna rentabilidad en ese diálogo sordo y mudo, aséptico. Sin olor, sin sabor comparten un té en el que hablan buscando mostrar una versión de sí mismas en la que adoptan una máscara alegre, jovial, o revindicativa pero capaz de sortear las censuras. Las verdades no están de moda, las soledades tratan de paliarse con el sostén de una red de desconocidas que se conectan y oprimen la mano levantada, pero no hay diálogo desde el interior, desde la profundidad. Para profundizar es necesaria la intimidad de la mirada a los ojos, del olor a las especies con las que cocina cada una, el calor de los abrazos de los cuerpos, lejos de la cámara, de los efectos de las luces de neón.

En el encuentro con otras mujeres alrededor de los pastelitos y del té caliente humeante surgen las confidencias, las miedos, los rubores de los más jóvenes que anhelan saber a qué saben los besos que no dan y con los que sueñan pero la distancia física impone, los móviles trazan cadenas de controles férreos, nuevas formas de sometimientos, perros viejos con otros collares aullando a la luna en los callejones fétidos. Reaparecen las viejas cadenas envueltas en emojis, en gifs, a una velocidad trepidante que aturde la capacidad de reflexionar sobre el sentido de las acciones, sobre la relevancia de los mismas. Así conviven en estas nuevas cárceles, muchas mujeres que no tienen la posibilidad de hablar con otras como ellas, que han vivido lo que ellas están viviendo, no hay ayuda, acompañamiento, no hay confianza para entender lo que ocurre. La presión desde fuera es otra, viven en dos mundos, en tres y sorteando las exigencias de unos y otros con el silencio como su único aliado, la invisibilidad como estrategia de supervivencia hasta que encuentran en esa pantalla de sus móviles un universo en el que emitir señales que pocos saben descifrar. Hay demasiado ruido, demasiada información intrascendente, pocas preguntas, cuestiones intrascendentes desde el ombligo.

¿Cómo explicar la importancia de tener un compromiso en puertas a los dieciséis años en el mundo occidental? ¿Cómo explicar que en este contexto occidental mientras otras chicas experimentan los primeros besos, las primeras relaciones en el pupitre de al lado bajo el hiyab todo eso es considerado haram y atenta contra el honor de la familia? ¿Cómo conciliar oriente y occidente en el corazón de estas jóvenes que viven en mundos paralelos con exigencias contradictorias? ¿Cómo mediar para que se sientan libres de poder decidir por si mismas?