domingo, 29 de septiembre de 2019

NÓMADAS DEL S.XXI




La vida bajo la jaima se muestra a los turistas que llegan con sus cámaras de fotos a inmortalizar los detalles de la vida negada, silenciada.  La batería de un coche carga los móviles de estos nómadas que preparan un plato de exquisito cous cous al fuego, en una cazuela de barro y lo ofrecen con un vaso de té que compartimos sobre la alfombra. El viento se alborota y se cuela por detrás, trae un rastro de arena que se mezcla con la sémola y la cuchara no logra quitar. Los restos de follage seco forman la pared. Sin duda la cabra y el burro atados más allá, a la sombra, se lo comerían en un abrir y cerrar de ojos. La gallina sobre el bebedero seco de aluminio está sentada. Se protegen del sol, a unos metros de la tienda principal. Entre ellos y la tienda, la letrina.
El programa del recorrido que hacemos es el único papel que hay aquí y lo doblo sobre la mesa ante la mirada de un niño pequeño y otro de unos doce años que observan con cierta distancia prudencial. Al levantar el muñeco que abre y cierra la boca al tirar de la tira de papel sonríen y al mayor parece interesarse más que al más pequeño. Las cosquillas son universales y el valor empleado en acercarse se ve recompensado con la risa que se resquebraja y grita llamando a su madre. Se escabulle en cuanto puede. Aquí el eco de aquella advertencia de las abuelas está vigente:
 - No te acerques a lo desconocidos. –
El mayor toma el muñeco de la mesa con suavidad, y lo acciona. Su sonrisa es tan radiante, y su mirada  cómplice.  
Antes de irnos una bolsa de yogures desata el júbilo, que no logran los juguetes cuando el estómago está medio vacío.
Allí se queda el muñeco, sobre la mesa en medio de aquella planicie reseca, pedregosa, en la que los espejismos aparecen en el horizonte y te invitan a ver manadas de dromedarios corriendo jaleados por los tuareg vestidos de azul índigo, en busca del pozo donde descansar.




sábado, 28 de septiembre de 2019

LAS KASBAS


Las rocas con sus tonos granates anaranjados resplandecen con la luz intensa y su color se intensifica con el cielo azul, incluso con la neblina resplandecen al mirarlas desde la base, por sus lechos secos. En el fondo del valle se elevan los palmerales, olivos, granados y maíz que cultivan los hombres sacando de los pozos el agua que discurre en primavera a su antojo y ellos domestican con las acequias. Las kasbas se elevan mimetizándose con las montañas. Sus torres de adobe y sus muros salvaguardan la vida que seguía los ciclos de la naturaleza, el día y la noche, las estaciones, el tiempo de la siembra y la cosecha…
Quizás lo que más me atrae de estos lugares sea ese ritmo en el que no tiene sentido preocuparse porque todo está en manos de Allah y por tanto solo queda hacer lo que hay que hacer, en este momento. Es tiempo de espera. Ya está casi el fruto que sembré está madurando. Su proceso está transformando el agua de la lluvia en néctar, en jugoso líquido dulce, sabroso. La luz va cambiando y con ella el paisaje, las sombras van marcándose sobre los muros y las kasbas parecen elevarse hacia el azul intenso del cielo que va tornándose índigo, marino hasta ser un campo de estrellas.

No se escucha la llamada de la oración y en cierta forma lo extraño, quizás porque ese canto era el pulso de otros viajes, de otro sur. Puede que ahora no tenga que estar presente, para llevarnos del apego a las leyes religiosas que emponzoñan nuestro reencuentro a otro lugar. Aquí, en el sur del desierto, en Erfoud en las kasbas somos tan solo nosotros, un hombre y una mujer amazigh, libres, apasionados, que solo ansían vivir el día de hoy, la noche con intensidad dejar que el corazón sienta y se exprese sin fronteras, sin límites.
Apenas reconozco las ciudades de Tinerghir, Erfoud, Errachidia, son desconocidas para mí, con sus avenidas, sus escuelas nuevas con muros de colores, pero las kasbas están en mi recuerdo y quisiera volver, pasar unos días en una de ellas. Quizás aprender a hacer esos ladrillos de adobe, a cocinar cuscús en una olla de barro y recitar versos a la luz de la luna sintiendo la brisa del Sáhara que, barre el polvo de los recovecos más recónditos y te deja con lo esencial que precisas. Lo demás se vuelve carga, basura y te liberas. Me desprendo sin dolor, reconecto con mi esencia que es el amor.
La vida parece detenerse, aunque no es cierto. Si te fijas con detenimiento verás en las parabólicas en los tejados y la gente te sorprenderá ya que saben ellos más de ti y del norte que nosotros de ellos y de este sur.
Los símbolos son poderosos y en las alfombras tejen sus historias con sus dibujos que más allá de la geometría guardan memoria de lo vivido, lo soñado, ansiado, perdido. La geometría sagrada de la naturaleza alcanza a tatuar las manos, los pies de las novias, las joyas, los tapices. Las alfombras que se lavan en los arroyos que cantando las cubren enjabonándolas con la ayuda de sus bailes arrebatándoles el polvo y los restos de alguna comida que se derramó por accidente sobre ellas. Se secarán con una de sus bocanadas y los colores rojizos, amarillentos, negros, blancos volverán a brillar con el resplandor de la mañana.
Los niños brotan como las flores silvestres en primavera, al calor de los bolsillos tintineantes de los extranjeros que se detienen a hacer la foto de una panorámica, que es el horizonte diario de estas niñas de cuya infancia han sido desterradas por la necesidad. Te mirarán con una dureza extraña, con tintes de una indiferencia feroz que atraviesa las conciencias, una crudeza que te encoge el corazón y te hará tambalearte mientras ellas erguidas, con sus rizos endurecidos por el polvo y el calor extienden la mano hacia ti con insistencia, en forma de cuenco que se hace cada vez más profundo a medida que la recorren tus ojos deteniéndose en los agujeros de sus camisetas, pantalones y chanclas remendadas. No dicen nada. Su silencio es tan atronador que no lo resistes y te entra la prisa por irte, por rebuscar en tus bolsillos unas monedas con las que aliviar tu conciencia, con los que marcas la distancia entre tu mundo y el suyo. El tintineo de esas monedas, unas contra otras es el eco de la llamada y vendrá una jauría antes que te des cuenta te rodearán. No tendrás para darles a todos por lo que te escabulles, subes al coche y te pones en marcha, aunque esa mirada te acompañará y no olvidarás ese gesto duro, que te recuerda la incredulidad y la falta de confianza y fe que sientes. Te incomoda demasiado quizás mirarte en ese espejo quizás ver esa crudeza en una niña que no tendrá más de diez años y debería mirar desde la ilusión, la confianza y la ternura.


Aquí son los ancianos lo que miran como cuando eras niña. Aquí el reloj va al revés. Es la vida, la sabiduría que adquieres con los años, las experiencias y las vivencias las que te dan ilusión, lo que te lleva a sentir confianza, esperanza en lo bueno de la vida. La magia se aprende con los años y te enciende la chispa de la vida. Quizás porque se contempla desde el diván a una misma y se comparte tiempo con una misma cada día en la casa, se recupera el pulso del propio aliento y es más fácil escuchar desde el corazón.
Vi esa mirada ilusionada, acogedora en aquella anciana que tumbada en su diván en la sala de su casa de Fez me saludó mientras a su alrededor los nietos me saludan, jugaban, se asustaban por mi presencia en el umbral de la puerta, las cuñadas cocinaban. La vida bullía allí en un diálogo fruto de la convivencia intergeneracional.

ATLAS



Las montañas están siendo oradadas por la pólvora. Los carriles se ensanchan y mientras el tráfico no cesa. Al borde de la carretera aguardan sentadas sobre las rocas mientras hablan por el móvil que mantiene lazos de comunicación y poder entre los jóvenes, los adultos,  entre las madres y los hijos, entre los hombres, permanentemente conectados…
Las vísceras del titán están siendo rasgadas y despertará Atlas, se levantará de mal humor y las tormentas se volverán más virulentas. Extrañará los cedros frondosos que cubrían sus axilas, extrañará los palmerales frondosos. Los sueños profundos se ven perturbados por las excavadoras y las voladuras. Ya no mecen sus sueños las oraciones, ni las ofrendas susurradas en las casas encaladas en blanco de los morabitos que  a lo largo de los caminos polvorientos que serpentean sus curvas, adormecían su conciencia con el eco de los cantos de las mujeres mientras lavaban las alfombras en los arroyos que atravesaban el palmeral. Silencio que estalla con las explosiones. El adobe está siendo sustituído por el cemento, el hormigón y el asfalto.  Su furia se desatará pronto. Mientras el viento sigue arrastrando la arena, rasgando grano a grano las  torres de las kasbas, las paredes se resquebrajan y las ventanas empiezan a enmarcar pedazos de cielo que deseo tocar con la punta de las dedos, exprimir las nubes que pasan como naranjas para beber su zumo dulce que trae abundancia y prosperidad.
Los asentamientos son cada vez más duraderos  y ya no precisan la constante renovación de las últimas capas tras sufrir los envates de las lluvias tras los deshielos de las cumbres. Los nómadas ya no conducen rebaños de dromedarios, ni de cabras, ya no viven en jaimas a lo largo  ancho de estas cumbres, sino que están confinados a habitar en las laderas de unas montañas delimitadas por las carreteras que conducen a la estación de esquí, donde las casas de asemejan a las casas que puedes encontrar en el Pirineo. Ellos sobreviven malviviendo, olvidados por los sistemas políticos a los que no sienten pertenecer. No les permiten moverse con sus rebaños y al llegar el invierno se arremolinan, se encierran, se vuelven roca que aguarda a que pase el duro invierno, hasta que llegue de nuevo el agua cristalina correr ladera abajo. Los pastos reverdecen. Nacen los cabritos mientras las historias de su pueblo se van quedando en la memoria de los más jóvenes hasta que llegue la noche. Alrededor del fuego narrarán nuevas historias los más viejos.
La vida nómada está en manos de los emigrantes que van hacia el norte siguiendo el flujo de las monedas, buscando las casas de las cigüeñas que dejan en el otro lado de El Estrecho. Aquí los nidos están vacíos y sienten sus alas crecer los más jóvenes. No son pájaros y siguen cuidando de las palomas mensajeras en las jaulas que tienen en las azoteas. Mientras, durante las horas más calurosas de día, el kif kif adormece y relaja la angustia de las carencias, ausencia de libertades, de futuro.
Los cambios son lentos, llevan tiempo y cambiar las estructuras de poder en las mentalidades, en las actitudes conlleva varias generaciones. La vida aquí en el sur es tan distinta y tan común en las ansias de felicidad en ambas orillas.
Casi todos sueñan aquí y allá con tener dinero como forma de lograr sus metas vitales, casi todos quieren ganar mucho y trabajar poco.  La fantasía de no tener que hacer nada, como si la contemplación fuera el antídoto contra la tristeza. 






viernes, 27 de septiembre de 2019

MARRAQUECH






El reencuentro con los lugares que siguen observando la vida pasar es posible pero la luz con la que los contemplamos es otra. La noche cae y con ella se van los cuentacuentos, las serpientes se enroscan en el interior de sus cestos de mimbre y se cierran las sombrillas para que se enciendan los farolillos y los candiles que atraen a la multitud en círculos que los artistas cierran para así atraer a más curiosos y cerrar la vía de escape sin dar unas monedas.
La música no cesa y me sacan a bailar al centro del círculo que los actores abren y cierran.  Danzo con él, giro, hago que me aplaudan y luego viene reclamándome unas monedas. Agarro la pandereta y pido como él al público que no rasca de sus bolsillos ni unos céntimos.
La magia de Jemma al Fna se está apagando. Se está viendo invadida por los carros de frutas tropicales y los de comida que recogen cada madrugada y vuelven a montarse al atardecer restan espacio a las tatuadoras de henna, a los equilibristas, a los saltimbanquis, a los actores, bailarines, músicos, aguadores, a las echadoras de cartas que dejan como reclamo sobre el asfalto la baraja española y se sientan frente a ella, en un taburete a esperar. Los boxeadores han desaparecido y los dentistas con sus tenazas y sus tarros de muelas carcomidas no los veo.
La vida que  bullía en la calle por la que accedíamos al cine,  con sus restaurantes con fuentes en su centro y terrazas en las que pintaban los artistas se han transformado en galerías con neones, espejos, luces blancas que muestran ropas occidentales, playeros,  comida rápida y casas de cambio.  A medianoche la acera se cubre por completo con zapatos, camisas, chilabas que venden los subsaharianos de Senegal, Mali, Nigeria, Camerún,… La calle es suya en la madrugada. La emigración ha cubierto la sonrisas complacientes la oscuridad de las noches, con sus pieles negras, brillantes aguardan la oportunidad de poder seguir viaje al norte, aunque algunos se quedan atrapados en esta frontera sur.
Marraquech es otra etapa en su camino, es su caravasar.
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Las calles se han poblado de mujeres que mendigan unas monedas, reparten la compasión con los lisiados y tullidos.  Las niñas leen el Corán en el regazo de su madre mientras esta estira la mano cual cuenco que aguarda unas monedas. ¿Dónde están los maridos? ¿Dónde está la familia de estas mujeres si son viudas? ¿Serán madres solteras? El tejido de la sociedad va mutando sin duda y en nueve años los cambios son palpables. Los artesanos han descendido en número, ya no ves una desbandada de hombres camino a la mezquita cuando llaman a la oración. Ya no hace falta sacar esterillas fuera, en la plaza para acoger a los fieles en su salat. Ya no se cierran los negocios aunque si prestas atención podrás ver a algún hombre haciendo su salat en su tienda. Los retratos de Hassan II han desaparecido, y los de su hijo Mohamed VI salpican los negocios algún muro de la plaza, pero ya no sientes aquella mirada omnisciente del padre siguiéndote.
La plaza del fin del mundo ha perdido al genio que la protege, ¿Quién será el sustituto de Goytisolo? ¿Quién de estos hombres con chilabas que se toma un té en las terrazas velará por la continuidad de este patrimonio oral que es de todo el mundo?
Te cruzas con pocas chilabas, con pocos caftanes, sin embargo proliferan los niqab, y aparecen tuk tuk desnudos en la plaza, al otro extremo de las calesas que siguen marcando el camino como la Koutubia. No son los tuk tuk de India, vestidos con Ganesha y sus ofrendas de flores, con las estampas de Parvati, Shiva, Brama… Los asiáticos están llegando, incluso llegas a leer algún cartel escrito en chino.
Me voy al sur, más al sur, donde la contaminación de la globalización no me despoje de la identidad.