sábado, 28 de septiembre de 2019

LAS KASBAS


Las rocas con sus tonos granates anaranjados resplandecen con la luz intensa y su color se intensifica con el cielo azul, incluso con la neblina resplandecen al mirarlas desde la base, por sus lechos secos. En el fondo del valle se elevan los palmerales, olivos, granados y maíz que cultivan los hombres sacando de los pozos el agua que discurre en primavera a su antojo y ellos domestican con las acequias. Las kasbas se elevan mimetizándose con las montañas. Sus torres de adobe y sus muros salvaguardan la vida que seguía los ciclos de la naturaleza, el día y la noche, las estaciones, el tiempo de la siembra y la cosecha…
Quizás lo que más me atrae de estos lugares sea ese ritmo en el que no tiene sentido preocuparse porque todo está en manos de Allah y por tanto solo queda hacer lo que hay que hacer, en este momento. Es tiempo de espera. Ya está casi el fruto que sembré está madurando. Su proceso está transformando el agua de la lluvia en néctar, en jugoso líquido dulce, sabroso. La luz va cambiando y con ella el paisaje, las sombras van marcándose sobre los muros y las kasbas parecen elevarse hacia el azul intenso del cielo que va tornándose índigo, marino hasta ser un campo de estrellas.

No se escucha la llamada de la oración y en cierta forma lo extraño, quizás porque ese canto era el pulso de otros viajes, de otro sur. Puede que ahora no tenga que estar presente, para llevarnos del apego a las leyes religiosas que emponzoñan nuestro reencuentro a otro lugar. Aquí, en el sur del desierto, en Erfoud en las kasbas somos tan solo nosotros, un hombre y una mujer amazigh, libres, apasionados, que solo ansían vivir el día de hoy, la noche con intensidad dejar que el corazón sienta y se exprese sin fronteras, sin límites.
Apenas reconozco las ciudades de Tinerghir, Erfoud, Errachidia, son desconocidas para mí, con sus avenidas, sus escuelas nuevas con muros de colores, pero las kasbas están en mi recuerdo y quisiera volver, pasar unos días en una de ellas. Quizás aprender a hacer esos ladrillos de adobe, a cocinar cuscús en una olla de barro y recitar versos a la luz de la luna sintiendo la brisa del Sáhara que, barre el polvo de los recovecos más recónditos y te deja con lo esencial que precisas. Lo demás se vuelve carga, basura y te liberas. Me desprendo sin dolor, reconecto con mi esencia que es el amor.
La vida parece detenerse, aunque no es cierto. Si te fijas con detenimiento verás en las parabólicas en los tejados y la gente te sorprenderá ya que saben ellos más de ti y del norte que nosotros de ellos y de este sur.
Los símbolos son poderosos y en las alfombras tejen sus historias con sus dibujos que más allá de la geometría guardan memoria de lo vivido, lo soñado, ansiado, perdido. La geometría sagrada de la naturaleza alcanza a tatuar las manos, los pies de las novias, las joyas, los tapices. Las alfombras que se lavan en los arroyos que cantando las cubren enjabonándolas con la ayuda de sus bailes arrebatándoles el polvo y los restos de alguna comida que se derramó por accidente sobre ellas. Se secarán con una de sus bocanadas y los colores rojizos, amarillentos, negros, blancos volverán a brillar con el resplandor de la mañana.
Los niños brotan como las flores silvestres en primavera, al calor de los bolsillos tintineantes de los extranjeros que se detienen a hacer la foto de una panorámica, que es el horizonte diario de estas niñas de cuya infancia han sido desterradas por la necesidad. Te mirarán con una dureza extraña, con tintes de una indiferencia feroz que atraviesa las conciencias, una crudeza que te encoge el corazón y te hará tambalearte mientras ellas erguidas, con sus rizos endurecidos por el polvo y el calor extienden la mano hacia ti con insistencia, en forma de cuenco que se hace cada vez más profundo a medida que la recorren tus ojos deteniéndose en los agujeros de sus camisetas, pantalones y chanclas remendadas. No dicen nada. Su silencio es tan atronador que no lo resistes y te entra la prisa por irte, por rebuscar en tus bolsillos unas monedas con las que aliviar tu conciencia, con los que marcas la distancia entre tu mundo y el suyo. El tintineo de esas monedas, unas contra otras es el eco de la llamada y vendrá una jauría antes que te des cuenta te rodearán. No tendrás para darles a todos por lo que te escabulles, subes al coche y te pones en marcha, aunque esa mirada te acompañará y no olvidarás ese gesto duro, que te recuerda la incredulidad y la falta de confianza y fe que sientes. Te incomoda demasiado quizás mirarte en ese espejo quizás ver esa crudeza en una niña que no tendrá más de diez años y debería mirar desde la ilusión, la confianza y la ternura.


Aquí son los ancianos lo que miran como cuando eras niña. Aquí el reloj va al revés. Es la vida, la sabiduría que adquieres con los años, las experiencias y las vivencias las que te dan ilusión, lo que te lleva a sentir confianza, esperanza en lo bueno de la vida. La magia se aprende con los años y te enciende la chispa de la vida. Quizás porque se contempla desde el diván a una misma y se comparte tiempo con una misma cada día en la casa, se recupera el pulso del propio aliento y es más fácil escuchar desde el corazón.
Vi esa mirada ilusionada, acogedora en aquella anciana que tumbada en su diván en la sala de su casa de Fez me saludó mientras a su alrededor los nietos me saludan, jugaban, se asustaban por mi presencia en el umbral de la puerta, las cuñadas cocinaban. La vida bullía allí en un diálogo fruto de la convivencia intergeneracional.

1 comentario:

  1. La vida que corre, sin correr...ya no en manos del tiempo sino de Dios, esa serena quietud de hacer lo que hay que hacer siguiendo el pulso del corazón y conectados con la vida. Viajar nos abre a los recuerdos, nos hace recordar en momento presente los aromas de esa esencis que buscamos. Bendito viaje. Hermoso relato.
    Gracias
    Alejandra

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