MADRASA
Los zellij verdes, negros, amarillos se reflejaban en el agua de
la fuente del patio interior. La belleza del estuco ascendía por las cuatro
paredes y el cielo se enmarcaba más azul desde allí.
Recorrimos las habitaciones de la planta baja, y entre
claroscuros, una presencia nos invitaba a seguir adentrándonos en los reducidos
cuartos, sin dejar ni uno por visitar, de los ciento treinta y dos. Era como si
los estudiantes nos esperasen, alumnos jóvenes que aprendían los versos
sagrados y las leyes coránicas recitando una y otra vez, al compás de un balanceo constante. En aquellas celdas con escasa iluminación nos
parecía verlos sentados, en el escalón de la puerta, con los pies descalzos
sobre el zellij,
buscando la redondez
en aquellos cuadrados de colores verdes, negros, blancos y amarillos,
compartiendo las confidencias alumbradas por las claraboyas. Mientras, en el
piso superior los mayores recorrían los pasillos, encontrándose en las
habitaciones centrales con el maestro, que les mostraría a los más despiertos,
algún texto prohibido que hablase de las sultanas olvidadas, de Sitta al Horna,
de Malika Qurtyba conocida como Sunh, sultana de Córdoba.
Horas de estudio y oración, plegarias hacia Alá, envueltos por su
nombre por los cuatro costados, giraban
en noches de luna llena, sobre el mármol tibio de aquel patio y se sentían más
cerca de la plenitud por unos instantes, hasta que perdían el equilibrio y las
manos firmes de otro estudiante los sostenía entre risas y caricias.
En el corazón de aquellos pasillos la música brotó, barrió los
rincones elevándose aquella Nana que vino del agua y volvía al agua
purificadora, a mecer los sueños de aquellas almas estudiosas, que vivieron
años de sacrificio en nombre de Alá. ¡Allahuakbar,
Dios es grande! La voz profunda de Cova
se elevaba, envolviendo, acogiendo colmaba la estancia, cada oquedad del
estuco, cada beta de cedro tallado, amansando, desterrando el desasosiego,
liberando el deseo de ser hombre y mujer, compañeros en la vida, en su
recreación.
La puerta se cerró y de nuevo estábamos en casa, éramos las dueñas
de la Madrasa.
Habíamos vuelto para liberar los deseos de obedecer a la naturaleza
y vibrar al compás de aquella canción, que brotó para sanar la Tierra. Con ella
curamos el dolor del sacrificio, por las renuncias realizadas en aras del
estudio. Sentimos el amor por el saber como regalo, como vía para ser más
humanos, para salir de la cueva a la
luz, desde el agua cálida del patio, desde la magia de los mosaicos que desde
el barro glorificaban y reflejaban nuestros rostros, borrando los miedos, los
caminos errados y nos devolvían al placer de caminar descalzas, de mojar las piernas,
jugar con el agua y celebrar sentirnos integrantes de una gran familia, la
humanidad, sin velos, sin fronteras que nos distanciasen. Cantamos, cantamos y la Madrasa hizo suyo nuestro
canto. Al amparo de la luna los estudiantes repiten esa canción con gratitud,
como plegaria, como profecía: - No hay espacio para el dolor, somos gente de
luz. -
La llave se gira y abren la puerta exterior. Disculpas, abrazos,
risas, los nervios afloran, y tranquilizamos al guarda. Tres mujeres encerradas
en la Madrasa, suceso insólito para algunos. Para nosotras fue acudir a la
llamada de esas generaciones de hombres jóvenes que lucharon contra sí mismos
para seguir estudiando y necesitaban encontrar el sentido a su sacrificio.