viernes, 1 de enero de 2016

Templo

El silencio tan ansiado aparecía llegar cuando ya trazaba la última línea. Un vacío interior absoluto donde todas mis preocupaciones y temores habían enmudecido  y solo oía el leve roce de la arena al deslizarse por el interior de aquel instrumento de bronce al que acariciaba para que no dejasen de manar los granos rojos con los que trazar la última línea de mi mandala.

Llevábamos casi tres días trabajando durante cinco horas en silencio. Al comienzo mis dedos temían romper aquel instrumento, o estropear lo trazado. La fuerza era insuficiente para que la arena se deslizase en unos instantes mientras que en otros, era excesiva y amontonaba demasiados granos que debía esparcir. Poco a poco fui logrando una mayor destreza y ahora cerca ya del final lograba trazar la línea fina que cerraba el cuadrado.  Terminar y observar durante unos instantes la obra concluida por los cuatro lados. A penas me dio tiempo a memorizarlo. No había entendido aún que no era necesario. Solo tenía que mirarlo, dejar que mi mente fuese el mandala.
-          “Abandona. Deja de sentirte atrapada en los sentidos”.

 Hice otros mandalas y siempre sentía cierta precipitación cuando llegábamos al final. No era suficiente el tiempo que transcurría desde el último grano y la destrucción.  Algo dentro de mí gritaba, se rebelaba cuando mezclaban los colores y se tornaba gris aquel montón de polvo que era derramada en el jarrón para ser vertido a la corriente del río. Era el apego quien me gobernaba. Aun no había sentido la liberación de las ataduras del miedo, de la razón, de los pensamientos que nos llevan a estar siempre imaginando un futuro o esclavizados por el pasado.

Me dejaron en la orilla del río con el jarrón de cobre. El agua me llegaba a las rodillas y observé esas aguas deslizarse para no volver jamás río abajo, y vertí la arena gris del mandala despacio. Se arremolinó en la superficie a medida que iba siendo arrastrada por el aliento del río y  desapareció junto con mi anclaje a los pensamientos. Sentí el frescor  ascender por mis pies hasta mi cabeza. Fui arena, agua desbocada. Sentí la satisfacción del trabajo realizado y en ese instante entendí que debía sentir el apego hacia el presente efímero, ese era el  reto.
Meditaba y llegaba a ser corriente, durante unos instantes y me observaba evadiéndome hacia los proyectos,  hacia los recuerdos… poco a poco iba mejorando mi concentración.  Mis destrezas eran alabadas en la elaboración de mandalas.

El retiro en el monasterio iba a terminar en unos días y decidí pasar en soledad los últimos días. Me fui a las grutas en las montañas. Allí en las cuevas habían vivido anacoretas.

Me adentré en una cueva despacio, la oscuridad me rodeaba y la humedad era cada vez mayor. A tientas busqué un punto de referencia y sentí la dureza de la piedra, la toqué y fui palpando sus contornos hasta llegar a  la siguiente que reposaba a su lado. El aturdimiento que sentía fue disipando a medida que recorría los bloques. La humedad iba incrementándose y seguía la senda de aquellos vapores leves que desprendían las paredes hasta que llegué al umbral de aquella estancia.

Al atravesar el arco de aquella cavidad la luz del amanecer iluminó la estancia, suavemente y vi a mis pies un sin fin de flores de loto abriéndose. De sus pétalos blancos y magentas con una suavidad casi imperceptible se acariciaban unos a otros, no dejando más que adivinar el agua del estanque. Su carnosidad se vislumbraba cuando alguna gota de agua discurría hacia su centro. Levanté la vista y pude contemplar un altar con  cuencos de piedra sobre los que pétalos rojos y naranjas contrastaban con los platillos de arroz blanco y por encima de aquellas ofrendas la diosa Lakshmi cogía de la mano a Visnu.

El agua discurría alrededor formando unos hilos que recorrían todo el altar y alimentaba el estanque de los lotos.  Respiré profundo y cerré los ojos. Al poner mi atención en el susurrar del agua y al abrir los ojos me observé y comprobé que vestía con una túnica naranja realizando un mandala sobre el suelo en el que dibujaba la flor del loto de vivos colores. 


Todo se apagaba, dejaba de existir, solo era arena, no salirme de las líneas marcadas, no tenía conciencia ni del tiempo que llevaba haciendo aquel mandala de enormes dimensiones que cubría el suelo de la estancia. Cuando coloqué el último grano de arena me quedé observándolo por fragmentos, tratando de memorizar cada parte como las piezas de un puzzle y sentí el miedo en el centro, satisfacción y me levanté hacia la puerta. La abrí, el viento comenzó a levantar la arena, la luz entró por el techo iluminando la sala en la que yo giré con la arena de colores, suspendida a mí alrededor, girábamos tan despacio, conformando una sola figura, el despertar. Y en mi corazón sentí paz. 

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