miércoles, 30 de diciembre de 2015

MAR

Vuelvo al agua, al océano, la espuma blanca me eleva, estalla, emerge juguetona, mientras en los lechos se enrosca la arena, forma ramas que se entrelazan. Bosques frondosos que crecen y terminan su ciclo vital para dejar entre la tierra su simiente.
Tierra, arena dura, océano de pliegues entre lo que los sueños fueron desgranados al amor del fuego. 
Ardieron los excrementos, los huesos del camello, las ramas de las acacias, al amor de los recuerdos de los ancestros que volvían a contagiarnos sus ansias por alcanzar vergeles donde las fuentes no cesaban de manar y las gacelas eran el horizonte de la mirada de los hombres. Escuchábamos y nos adormecíamos con el arrullo de la flauta de hueso, y la caricia de las cuerdas de la kora. A la mañana el sol despertaba raudo y veloz y ya besábamos su luz con una plegaria, la primera del día, antes de continuar con la rutina. Cada jornada nos traía un tesoro por descubrir y sin darnos cuenta crecíamos sintiendo la arena entre los dedos y mis plantas buscaban siempre las profundidades en las que encontraba conchas, fósiles, y huesos.

Mis pies guardaban memoria de mi destino pero no lo supe ver hasta que perdí el contacto con la tierra y me tenía que poner mis zapatos cada día y en ese instante en que mis dedos no podían moverse sentía tal opresión en mi pecho que solo lanzándolos ocho horas más tarde conseguía aliviarme.

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