lunes, 12 de noviembre de 2018

Lemjainza

LEMJAINZA
A
travesamos dunas hasta llegar a estar rodeados sólo de hilos de arena en el horizonte. Al subir la siguiente duna, apareció un campamento de jaimas. Caía la noche y el fuego a lo lejos, junto con las estrellas me sirvieron para orientarme en aquel océano de arena. Dormimos al raso, alrededor de la hoguera.
Por la mañana me sorprendió ver como excavaban una zanja, bajo el fuego que había sido nuestra guía. Un hombre mayor se metió en el agujero para comprobar su profundidad. Se echó sobre el fondo y salió casi de un salto, con una  sonrisa radiante, de niño, se llamaba Halifa. Parecía un genio salido de la lámpara de Aladino. Este iba a ser mi maestro en aquellas tierras.
Halifa esparció plantas de lemjainza sobre las cenizas aún calientes, tras mojarlas con agua y las cubrió con una manta. Sobre ella se tumbaron un hombre y una mujer. Luego los cubrieron a ambos con mantas. Halifa me explicó que así inhalarían los vapores medicinales mientras sudaban. La mujer había tenido un parto difícil y estaba sin energías. El hombre padecía de dolores intensos en las articulaciones.
Aquel sahumerio fue mi primera lección. Las hojas, las flores, los frutos y los tallos los usaban para resfriados, debilidad sexual, dolores reumáticos, esterilidad, aliviar dolores musculares y de huesos. Al día siguiente probé con éxito la efectividad contra la diarrea de sus hojas secas trituradas y mezcladas con leche fermentada. 
Aquí no se desperdicia nada, todo está en movimiento, como me decía Ariadna.




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