DJEMMA AL FNA
La Plaza me da la bienvenida
De vuelta en casa…
El abanico de sabores se amplifica
Más allá de las naranjas,
palpita el holong, la boca del dragón
entre papayas, manzanas, fresas,
limones, piñas…
El paladar se amplia
Los burros ya no son los amos
las motos siguen atravesando la medina,
frenética danza de gentes, mercancías, olores y mareas de sudores
Los poros de abren, estallan, supuran sin cesar…
La purificación comienza….
Un proceso de alquimia está en el aire, envolviéndome.
Una red de palabras, de deseos que corren como los granos de arena entre las costuras, llevados
por el viento hacia el beso en la espuma del té. Granos inverosímiles con olor a especias, a sabor
rancio, a hilos de perfume que el intenso calor deshilacha. Palabras suspendidas a flor de tierra,
horizontes opacos desdibujados que van oscilando al caer la tarde en una corriente de espirales
invisibles. Un aliento, un suspiro y la ciudad roja por fin. Callejuelas que se retuercen, taxis
compartidos con café solo y las ventanillas bajadas, rumbo a Bab Doukhala. Un umbral acogedor,
conocido, a la sombra del minarete, una pared como cualquier otra, ocre, pero en una ubicación
ensoñada que se hace presente al fin. Atravieso el claroscuro, giro a la derecha y en el fondo un
rostro de mujer tras la verja, un módico precio: 120 dinares, incluyendo masaje, jabón negro y la
quissa. La ropa se queda custodiada por otra mujer, y en el techo la bóveda de madera de cedro,
bajo ella la vegetación en el estuco y la inscripción de una de las suras del Corán marca la frontera
entre lo que está arriba y abajo. Desnuda me adentro en la magia del vapor, llevada por la mano
de otra mujer que me adentra en la sala más caliente. Sus manos me cubren con el agua tibia, para
que el calor sea menos sofocante mientras otras rellenan los calderos. Me dejará un rato para
ungir, lavar, nutrir, acomodar los suspiros, la respiración retomará a su ritmo pausado. El olor de
la aceituna abre los poros de la piel ayuda. despega la piel muerta. E agua que baja desde la
coronilla por la espalda, entre los pechos arrastra los restos de jabón y los restos que la quisa
deshizo. Un nuevo crecimiento, una nueva etapa comienza en la sala del hamman cuando sientes
que se ablandan las resistencias, como se desprenden las cargas ajenas que llevas y forman
oquedades. Las fricciones en la sala templada me purifican. El gassoul, el agua caliente, los calderos
tibios que verterá sobre mi espalda mientras contemplo como las sabias manos de la madre
recorren el cuerpo de la hija, tumbada sobre sus muslos despojándola de la suciedad, del dolor de
espalda, y dejan que el cuerpo sea tabula rasa, pergamino sobre el que trazar nuevas danzas,
símbolos, que te harán conectar con la sanación de las ancestras para encontrar alivio en esta vida.
Hay tantas tramas que llevamos bajo la piel, tantos ecos antiquísimos que nos hacen tener cierta
cadencia la caminar, al tocar, al hablar de las que no somos conscientes.
Nos vestimos con palabras que creemos nuevas cuando esas ropas están hechas jirones, otros
lenguajes palpitan en la piel. En la desnudez del hamman se encuentra el diccionario. La epidermis
vuelve a renacer, elimina cargas viejas, muertas, que no te permiten salir a la luz, a la lluvia, al
viento, al roce de unas hojas de té. Despojarse de lo que sobra, de lo muerto para volver a vivir. Y
en ese proceso al amor de la otra mujer, de la amiga, de la abuela, de la madre, de la cómplice que
sabe que la palabra magia contiene amiga. Desde el acto generoso de reconocimiento mutuo
desde donde nace un tiempo y un espacio para reconstruirse, para tomar el cuerpo con amor,
mecerlo, cantarle y dejar que se sosiegue, que se dé la posibilidad del alivio que las lágrimas
rueden y que la sonrisa abra camino al abrazo largo, profundo donde los corazones laten al
compás, sin tiempo, sosteniéndose mutuamente para soñar un horizonte limpio y saber que un
gran viaje comienza con un pequeño paso. No hay ruido solo el murmullo del agua, las gotas que
acarician los cuerpos y las manos que se entrelazan para dar las gracias. Manos fuertes que nos
han sostenido, manos que han despojado del dolor a nuestras articulaciones, manos abiertas que
acarician, sostienen, sustentan y aman.
Lista para iniciar el viaje, rumbo a la ciudad roja, te envuelve como si la Sáhara te devorara por
completo con un beso envolvente, en el que pierdes la conciencia de los límites del cuerpo.
Comienzo a caminar, descendiendo, el ritmo de unos tambores me atrae y lo sigo cruzando el
umbral de una de las revueltas de la medina. Los niños cantan al compás de esos tambores
improvisados con los que giro, giro y danzo imitando el movimiento de sus hombros que oscilan
adelante y atrás, con ellos ante la mirada pausada de los gatos callejeros. Risas y complicidades de
compases para seguir caminando tras la instantánea. Busco los claroscuros mientras las gotas de
sudor comienzan a descender por mi nuca, por mi columna vertebral, entre mis pechos la
humedad me arropa como si fuese una manta y sigo buscando el cartel que diga Djemaa al Fna
entre las puertas cerradas, candados e hilos que revolotean prendidos a los clavos, ahora que se
han despojado de la tensión de los dedos que los cruzan y enhebran. La pintura me atrae. Me
dejo llevar las pinceladas de cada cuadro, pinturas que cabalgan sobre la pólvora, rostros con
miradas limpias, alfabetos coloridos donde el yaz emerge como presagio, como emblema. El azul
índigo se cuela por los lienzos, el granate, el luminoso arrullo de la cúrcuma. Lienzos que son
especias para curar y condimentar el arroz, la sémola con la que alimentarse.
Por fin la Koutubia en el horizonte, el faro, mi faro en Marraquech, con sus cuatro esferas
doradas brillando. Los trabajos de remodelación siguen tras el terremoto. Aún hay tantos rastros
del seísmo, tras casi dos años pero parece que el mundial de fútbol es la prioridad ahora en la
agenda de los gobernantes mientras se sigue instaurando el silencio.
Las calesas aguardan a los turistas que desean conocer otro Marrquech, el de las avenidas, el que
asciende hacia los Jardines Marjorell. Y a la derecha imágenes en blanco y negro narran la esencia
de la Plaza del fin del mundo, la plaza que Goytosolo propuso a la Unesco para ser Patrimonio de
la Humanidad por lo que acontecía en ella, tras la penúltima llamada a la oración: los
cuentacuentos, los músicos, los saltimbanquis, los actores, aguadores, salían a contar, a actuar,
entre encantadores de serpientes, curanderos, dentistas con sus tenazas al viento y su tarro de
muelas extraídas, las echadoras de la buena fortuna, los curanderos con sus esqueletos de
camaleones, hierbas y esencias para los hechizos. ¿Dónde está ese ambiente artístico? ¿Dónde
están los actores? No los encuentro entre los monos y las mujeres que ponen la henna. No veo en
el brillo de la purpurina la luz de los faroles alrededor de los que nos congregábamos para
escuchar y ver a los hombres danzar la danza del vientre, haciéndose pasar por mujeres, ni los
boxeadores,… Ahora la plaza está medio tomada por los puestos de comidas y los carros de
multifrutas, relegando los que frutos secos, los de músicas africanas, o será que está en obras
parte de la plaza….
Obras de reconstrucción de casas, mezquitas pendientes en la Ciudad Roja. Las paredes regias del
Palacio Bahía siguen dibujando los nidos de cigüeñas que mecen mis sueños. Tras la oración del
Maghrib en los cielos limpios asoman estrellas, brilla la luna creciente, desafiando las antenas
parabólicas, eclipsando las farolas en las azoteas las gatas siguen pariendo. Bajo el peldaño del
Riad la camada sigue aguardado el regreso de la gata para mamar al amparo de la rueda de la
moto y la sombra del peldaño. Gatos y gatos entre restos de adobe y tierras batidas al compás de
los ecos de mis canciones que nos recuerdan que donde venimos y hacia donde vamos en este
mestizaje que nos hermana.
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