martes, 8 de octubre de 2019

DESNUDEZ


El calor y las horas de insomnio nos hicieron dormirnos tras la sabrosa comida. El tahin estaba exquisito y la modorra fue apoderándose de mí. El aire tórrido de Sáhara se levantó trayendo arena hasta el último rincón del patio. La arena me arañaba las piernas, la cara, los brazos y fue casi un alivio adentrarse en la penumbra de la habitación. Me desnudé y puse el audio con la meditación. Nos dormimos cantando guaje gurú…
Al despertar de aquel sueño plácido me vino a la mente aquellas fotos que nos hicimos desnudas la una  a la otra en Meknes otro día de calor intenso. La pared de adobe ardía también como esta. Y le di la cámara para que me sacara. Ella no quiso sacarse fotos esta vez. Aducía que estaba más gorda. ¡Y qué importa! Desnudarse y sacarse cada década unas bellas fotos. La desnudez total sobre las sábanas, en el diván porque había una luz blanca sobre mi pecho. Quizás era el espíritu de la mujer que se vino conmigo desde India, y quiso materializarse así, en forma de una luz que tapa mi corazón porque está dentro de mí.



Sin complejos, expansiva, abierta, entregada a la caricia que no me alcanza aún, pero que tal vez llegue, como promesa. Confió en que los yins de la baraca y rompo una frontera más, saliendo desnuda a la terraza desde la que se veían los dromedarios y las dunas. Pude sentir la caricia frenética y salvaje en todo mi cuerpo del Sáhara, de su calor que me abarcaba por completo devolviéndome a la vida, al deseo, a la risa. Todo yo era duna mecida por el viento, a sus caprichos entregada, solícita, despacio, apasionada. Mis pezones se erguían buscando la humedad del beso que anhelaban mis labios, mi cuerpo… ansiaba sentir la humedad de su boca, la presión de sus manos acariciando mis caderas, mis pechos, aferrándose a mis nalgas, suavemente con la necesidad de otorga el sentirse dueño del tiempo, sin prisas, sin la atadura del reloj de los compromisos. Voluptuosa danzo con un pañuelo que te grita: - ¡Ven, ven, te amo, te estoy esperando. Te deseo!

Llegó en forma de calo denso que se eleva y lo invade todo, de aliento cálido que sube por las plantas de mis pies, penetra por mis manos que tocan el adobe ardiente y mece mi cuerpo desnudo abarcándolo por completo en una bocanada que me deja flotando, libre, juguetona, provocadora, insaciable.
Mi cuerpo es un desierto cuyas dunas se mueven al ritmo de su aliento. Tus inspiraciones hacen que se endurezcan mis crestas y tus expiraciones provocan que dancen mis dunas, moviéndose al capricho de tu amor.
Piérdete en mis dunas, no busques la cruz del sur, no busques tu brújula. Es inútil. Todos los instrumentos que uses te llevan hacia mi corazón. Protégete del frío de la noche invernal en mis cuevas de basalto. Haz una hoguera donde te despojes de tus ataduras, de tus cargas y siéntete libre en esta Sáhara, en tu Sáhara que añoras desde más allá a donde te alcanza la memoria. Y cuando tengas sed bebe de mis labios…
Te muestro el bote de la arena que llené ese día, ese amanecer en el desierto tras escribir tu nombre y el mío en un corazón de arena. Y tú sacas la arena y dibujas sobre mi vientre con tu lengua otro corazón, soplas y llevas la arena hasta tu corazón para que se fundan y la arena se humedezca. La metes en el bote empujándola. Ahora nuestros desiertos son uno solo.
Llega el día en que leas estas palabras, en que veamos estas fotos en que me miras aquí pensando en ti mientras te contemplo. Y nos desnudamos el uno al otro. Hacemos el amor hasta fusionarnos en uno solo por unos segundos, para volver a separarnos y reencontrarnos como dos seres que gozan en el diálogo que establecemos en cada uno de nuestros reencuentros.










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