HAMMAN
Las mujeres me miran
de soslayo, sonríen, tumban a sus hijos sobre sus regazos y frotan sus piernas,
sus nalgas con fuerza, mientras ellos boca abajo se adormecen, miran y les
llama la atención mi piel blanca. Jóvenes, niñas, adolescentes, ancianas buscan
más agua tibia para eliminar sus pieles muertas. Conversan. Se prestan jabones,
la cuchilla con la que rasuran sus pantorrillas, su pubis, axilas y de vez en
cuando la masajista vadea aguas calientes y frías para arratrar
los restos de
cabellos, jabón, gassoul, henna hacia el sumidero.
Se sorprenden
gratamente cuando me niego a salir y quiero quedarme un rato respirando el
vapor, observando las huellas que la vida marcará en nuestros cuerpos. El ciclo
de la vida se escribe en los cuerpos de estas mujeres que juntas de lavan,
muestran sus cicatrices, sus carnes cuelgan con el paso del tiempo, de los
partos, al lado de los pechos nacientes de las adolescentes se elevan y no
sienten vergüenza alguna. Erguidas caminan con naturalidad, muestra sin tabúes,
ni prejuicios sus cuerpos desnudos.
La piel cobra una
tanto sedoso, suave y la ropa se desliza por ella como una caricia. La más
ligera corriente de aire que entra desde la calle te hace sentir la necesidad
de cubrirte para no resfriarte. La frontera de tu piel es otra, más flexible,
permeable, sensitiva, olorosa y el cuerpo entero reclama un té con hierbabuena
y tumbarse relajadamente a disfrutar el olor a henna, olivas y unas gotas de jazmín que te echaste en las muñecas
y en el cuello se expandan y te embriaguen.
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