La arena anaranjada se va transformando en una alfombra que me acoge, en un lienzo en el que todo es posible. Los silenciosos granos que se adentran en los pliegues de mi piel, en el lóbulo de las orejas, entre las costuras de la ropa, mientras el camello navega entre las olas de la arena. Es el mejor medio para adentrarse en este desierto una vez que has dejado las piedras negras, las acacias y solo hay un mar de arena y cielo. Oscilante danza la del dromedario, que se balancea hacia adelante y hacia atrás. Debo fusionarme con sus movimientos haciendo el contrapeso. Mientras él se inclina hacia adelante y debo hacerlo hacia atrás, me acoplo a ese ritmo ascendente y descendente, rodeado de dunas subiendo y bajando, a través de la cara sutil de la arena, hasta bajar. Ante la duna descalza comienzo a subir. El ascenso es costoso. Me hundo. Me caigo de rodillas. Me levanto. Asciendo paso a paso es un logro, hundir la punta del pie. Cada movimiento es un esfuerzo y por fin corono esa cumbre, entre una nube de arena que me besa los labios, me ciega y me reseca la nariz. Me siento, la nitidez es absoluta. Contemplo desde el borde del abismo mientras las dunas se me asemejan a cuerpos tumbados, enroscados unos en otros devorando los últimos rayos del Sol para liberar a los yins.
¡Soy libre! Grito, y ruedo, ruedo, giro, ruedo duna abajo. Este giro sobre mí misma tumbada sobre la arena, girar, danzar el hechizo de los derviches, la magia de perder la noción del espacio, escapar del tiempo mientras la velocidad es cada vez mayor. No puedo parar. Oigo como me dicen: para, para. Pero no puedo. Me protejo los ojos, me quito las gafas y dejo que el cuerpo se golpee contra la arena que siento dura, un impacto contra alguna piedrecilla se clava en mi costado. Me siento volar, flotar, impactar y por fin, freno ante el descenso de la pendiente, cuando me abandono del todo a las fuerzas que no puedo controlar. He modificado la trayectoria un poco, nada más. El mundo gira. El mundo rueda y yo me he parado. Cierro los ojos, respiro profundo, levanto la pierna a petición del grupo, para decirles que estoy bien y respiro boca arriba. Profundo siento el beso de la Sáhara y un eco: - Perteneces a esta tierra. Estás en casa. Aquí está tu raíz como la del argán, excavas a más de treinta metros para encontrar agua. Su frondosidad toma su abundancia bajo tierra, donde solo unos pocos sabios saben llegar. Crecer hacia adentro, desde la risa, desde la ternura, la complicidad. -
Llega Ana asustada por el arañazo en mi nariz que deja unas gotas de sangre y parece que se tranquiliza con mi risa.
_ ¿Te ríes encima?
_ Claro, cómo no, no pasa nada. No hay que coser.
_ Mira qué chichón te está saliendo.
_ A ver si puedo subir al dromedario.
Tras agradecer el acto de generosidad de dejar que me pueda elevar sobre otro cuerpo para subir sobre el dromedario blanco. De nuevo sobre los lomos del macho de regreso al campamento La ruta más corta y llana por favor, le pido nuestro guía y en el campamento Hassan me trae hielo. Me mira a los ojos para saber si estoy bien. Toca mi tercer ojo, presiona en él y me trae más hielo tras cenar. La música empieza y danzamos el ritmo de los tambores. La música del desierto de los nómadas nos envuelve, nos eleva. Frenesí que no deja al cuerpo soltarse hasta que me acuesto y empiezo a sentir el dolor que frena el aceite de hipérico.
La primera vez en el desierto rodeé por otra duna más pequeña eso sí, pero esta vez lo he disfrutado más. La niña que fui salió a jugar. En cada en cada impacto con la arena me desprendí de las cargas que no son mías y no es mi responsabilidad cargar con el dolor ajeno, cada cual debe decidir si quiere liberarse o si desea seguir doblegándose bajo esos tormentos ajenos.
Protegerse, autoprotegerse es necesario, es imprescindible. Llevamos tantas capas de pieles muertas que no nos permitimos respirar, al oxigenarnos no podemos cargar con la responsabilidad ajena. Debemos aprender a decir no, gracias, no me corresponde. No podemos evitar el daño. El dolor es necesario para evolucionar y como vivimos el sufrimiento esa elección que hacemos desde la alegría, desde el lugar y el tiempo preciso para deshacer los nudos y soltar lastre o desde el victimismo.
¿Crecer y aprender o seguir victimizándonos? Ese es el dilema. Las alas de una persona no pueden prestarse a otra. Cada cual debe realizar sus vuelos. Yo me vine a acompañar, a acoger, ayudar a quien lo pida. No se puede ayudar a quien no es consciente de que precisa ayuda y la quiere.
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