ALAS DE MADERA
La verdadera fuerza es hija de la dulzura y
la verdadera suavidad es consecuencia de la decisión.
Gibrán Jalil Gibrán.
Amancio
el gato, así le conocían a orillas del Cantábrico. Sus manos habían olvidado el
temblor del cincel provocado por el martillo, pero aún recordaban con la
precisión necesaria cómo devastar la madera del interior de aquel tronco, que
transformaría en una canoa con la que pasear por la laguna de Gallocanta. Aún
faltaban dos semanas para el regreso de las garzas, los flamencos, los
correlimos y los cormoranes.
Habían
pasado dos meses desde que comenzó a trabajar en aquel proyecto. Cada mañana se
levantaba veloz y de nuevo medía, serraba y lijaba hasta que apuraba los
últimos rayos de sol. En la parte trasera de la cabaña había apilado cinco
troncos, de los que no fue capaz de extraer el bote que necesitaba. Ahora
únicamente servían para leña. Debería de cortarlos y apilarlos pero, Amancio
sólo tenía ojos para el nuevo tronco de mongoy recién llegado del Senegal.
Aquella era una madera muy dura y podría trabajarla con mayor habilidad. El
sudor resbalaba por su rostro, empapaba su camisa pero, él no se detenía.
Quedaba poco tiempo. Si fallaba sería su ruina.
Al
atardecer decidió dejar su labor. Estaba demasiado cerca de la corteza y podía
volver a perforar el fondo con facilidad. Por la mañana con más luz
correría menos peligro. Cubrió con una lona la madera y se fue a preparar la cena.
Aquella noche le visitó Carmelo...
- ¿Qué tal te va
Amancio?.
- Bien, y a ti.
- Mejor, aunque todavía no me he recuperado del todo. Mi
hombro aún se resiente. Si tuviera tanta suerte como el gato.
- El gato... hace tiempo que nadie me llamaba
así.- Dijo en un tono melancólico.
- Claro, aquí retirado del mundo. ¿Cómo no
vuelves?.
- No, no, aquello ya no me interesa.
- ¿Qué haces ahora?.
- Estoy con una pequeña embarcación.
- No te va bien con ella ¿verdad?. Demasiados
intentos fallidos.
- Sí, pero creo que esta vez será la definitiva.
Esta madera es muy dura, casi tanto como la caliza.
- La caliza era tu especialidad. Han arrancado
tu reproducción de la caja de las ágatas del capitel. Dicen que está en la
cámara del obispo.
- Son unos salvajes. No comprenden nada.
¿Cómo pretendes que vuelva?. Cada vez está todo más deteriorado. No
respetan ni la obra del cantero, sólo saben de su sed insaciable.
- Si te hubieras comportado de otra manera al
caer del andamio. Todos creyeron que te habías matado y corrimos hasta allí
asustados. El obispo incluso rezaba por ti y claro al ver que estabas en Casa
la Viuda tomando vino se ofendió.
- No lo entiendo. Él sabía que contrató al gato.
Pocas veces me he caído, pero nunca me pasó nada. Encima tuvo la desfachatez de
decirme cuando me despidió que rezaría por mí. ¿Qué se creerá?. Él que tanto
reza de algo se teme.- Respondió orgulloso.
- Me ha enviado para pedirte que vuelvas. Hay
que rematar la torre y quieren que lo hagas tú.
- Ni hablar, ¿para qué?. Lo único que estaría
dispuesto a labrar sería un hombre cagando y no lo aprobarían. Además supondría
volver a la ciudad y bajo ningún concepto. ¡Qué supliquen, que rueguen!. Pero
ellos, diles que no envíen a nadie más. A menos que venga el obispo en persona
no voy ni a reconsiderarlo. ¿ Lo has entendido?.
- Sí, así se lo diré. Estás seguro de que es eso
lo que quieres que les diga.
- Desde luego. Ahora vamos a tomarnos un trago
de aguardiente que tenía reservada para una ocasión especial. Voy a sacarlo.
- Bien. ¿ Puedo quedarme unos días?.
- Sí, claro. Ya sabes que no hay muchas
comodidades.
- No importa. Puedo ayudarte en el bote.
- No te ofendas, esa es mi tarea. Sin embargo
gustoso te dejo el territorio de la cocina.
- De acuerdo. ¿ Qué vas a hacer cuando la
termines?.
- Verás he comprado unas cámaras fotográficas
alemanas y me he puesto en contacto con un naturalista italiano que está
interesado en aves migratorias. Voy a sacar fotos a las garzas, a los
flamencos,... y me las pagará a dos pesetas por foto.
-¿ Dos pesetas?.
- Sí.
- Pero cómo las vas a hacer. Se necesitan ácidos
¿no?.
- De eso se encarga un intermediario en
Barcelona, al final del verano. Él decidirá cuantas fotos son útiles y me las
abonará.
-¿Cuántas vas a sacar?.
- Calculo alrededor de quinientas.
- Pero eso es mucho dinero.
- No está mal. Y no corro el riesgo de agotar mi
última vida. Confío en tu discreción.
- Cuenta con ella.
- Es preferible que recuerden al gato en plena
forma.
- No te preocupes. No voy a decírselo a nadie.
- Toma estas hierbas. Haz una cataplasma para
cada mano déjalas un día entero.
-¿ A qué viene esto?. ¡A mis manos no les pasa
nada!.- Exclamó contrariado.
- Amigo, están muy hinchadas. Te cuesta
cerrarlas y no controlas la fuerza con que son capaces de agarrar la maza. El
grado de tu enfermedad está en esos troncos que destrozaste, antes de conseguir
la madera que fuese lo bastante resistente como para aguantar los desgarros
imperiosos y las desatinadas caricias.
- No sé de qué hablas.
- Lo sabes muy bien, aunque sé que no lo reconocerás
ante nadie, pero no seas tan estúpido como para negártelo a ti mismo. Aquí te
dejo las hierbas y unas vendas. Mañana no trabajes, deja la cataplasma y pasado
la inflamación habrá bajado. Podrás terminar a tiempo.
- Pero bueno, ¿ con quién te crees que estás
hablando?.
- Con el gato, mi amigo.
- Parece que has olvidado quién es el gato.
- No, te equivocas. Te conozco demasiado bien
como para saber que no paraste hasta que obligaste al obispo a largarte. No
querías que nadie viera tus manos así. Lo entiendo y voy a respetar tu
decisión, pero no puedes permitirte destrozar ese tronco. Es tu última
esperanza. Todo lo que tenías lo has invertido en esta locura. Déjame ayudarte
a que no se malogre.
-¡ Márchate !.- Gritó enfadado.
- Está bien. Ya me voy. Piensa en lo que te he
dicho.
- Adiós.- Dijo con tosquedad tras beber de un
trago de aguardiente. Se quedó solo contemplando aquellas manos ásperas,
hinchadas. Trató de cerrarlas pero, no fue capaz de doblar las falanges. Un
dolor punzante y agudo se lo impidió. Lanzó un grito tratando de
resquebrajar la rabia pero, fue inútil. Sintió una gran opresión en el pecho
durante unos segundos que vivió con tal densidad que le parecieron horas. Las
lágrimas brotaron de sus ojos y ahogaron la ansiedad. Permaneció sentado con la
cabeza hacia atrás. El tiempo parecía haberse detenido y su respiración fue
serenándose.
Al cabo de unos minutos se levantó y agarró un cazo. Lo puso al fuego con agua
y troceó las hierbas. Envolvió las manos en las cataplasmas y se fue a la cama.
El día siguiente lo pasó sentado en la mecedora del porche observando a las
ardillas y recordando su primera caída del tejado de la casa de doña Amparo,
aquella mujer de ciento veinte kilos. La suerte parecía sonreírle. Ocurrió el
día en que con un viento huracanado fue el único en subir al tejado. En el
interior de la casa era el día de varear los colchones y, fue precisamente el
de doña Amparo Tuñón, el que amortiguó la caída de aquel chico de catorce años
que comenzó a ser conocido como el gato.
Ya no era tan joven y era el momento de comenzar una nueva vida con un nuevo
nombre. El gato sólo podía vivir en el recuerdo, ya no quedaba un lugar para él
en las alturas. Recordó la última vez que se había subido a un andamio. En
Ravello, allí fue donde enterró al gato cuando quebró la estatua de mármol al
cincelar los últimos detalles. Aquel obstinado italiano puso el grito en el
cielo y había prometido concederle unos meses antes de denunciarle. Tenía que
pagarle el material y su traslado, pero no tenía ni una lira.
Cabizbajo deambuló por las calles sin rumbo. Aquel trepidante caminar desembocó
en la plaza. El feriante Gasparov anunciaba el comienzo de su función. Rebuscó
en su bolsillo. No tenía ni para una botella, así que pagó la entrada del
espectáculo. Por un momento aquella función de títeres le hizo olvidar. Pero el
tormento de la deuda volvió al bajarse el telón. El Gran Gasparov, así era como
le gustaba que le llamasen, le invitó a sentarme en el sillón que había
colocado a la salida, frente a un objeto del que colgaba una tela y se apoyaba
sobre tres patas. Se sentó mientras él manipulaba en aquella máquina con una
mano y con la otra levantada le indicaba que le mirase sin mover ni un músculo.
El fogonazo que salió de su mano izquierda les asustó a todos. Gasparov anunció
la consecución del prodigio para el día siguiente.
Allí estabamos cuando descubrió el primer retrato que le habían hecho. Todos se
quedaron impresionados. Era la primera vez que veían una fotografía. Y la gente
le comparaba con ella. Gasparov animó al público y hasta que se fue la luz no
cesó de disparar con su cámara. Ante aquel éxito le propuso a Gaspar
acompañarle en su ruta. Podría ser el cebo perfecto para que la gente se
animase. Gaspar le enseñó a escribir en la luz con sus cámaras y recorrieron
toda Italia. Durante el viaje se cruzaron con Giosepe el naturalista enamorado
de las alas. Aquel soñador le pagaría una buena suma con la que liquidar su
deuda si viajaba a Gallocanta a fotografiar las aves migratorias.
La vida tiene extrañas formas de hacer cambiar nuestro destino. Antaño estas
manos fueron martillos precisos, concisos esculpiendo la piedra, ahora serían
útiles como vehículo de conocimiento a otras personas que no viajaran nunca a
lugares lejanos, salvo con la mirada de su imaginación y sus añoranzas.
Una tormenta eléctrica se desencadenó con rapidez. Amancio se sobresaltó. Miró
sus manos. La inflamación había descendido. Trató de cerrarlas, el dolor había
remitido hasta el umbral de lo aceptable. Se levantó y preparó otra cataplasma.
Aquella noche se durmió con los vapores del alcohol y por la mañana se levantó
ebrio de coraje, no saltó las herramientas hasta entrada la noche. La barca
estaba prácticamente terminada.
Al cabo de una semana tras darle la última mano de pintura decidió botarla. El
cielo azul se reflejaba sobre la superficie de la laguna. La canoa rompió aquella
imagen serena, quieta y Amancio remó con ímpetu hasta el centro. Se deslizaba
con una suavidad que parecía flotar sobre el agua. Durante los días sucesivos
salía cada mañana a remar. Pronto las aves comenzaron a llegar y le acogieron
en sus dominios como una parte más del paisaje. Pudo fotografiar a todas las
aves sin dificultad alguna.
Amancio emigró con las aves hacia Barcelona. Allí tras unos días recibió 3.246
pesetas por las fotografías y firmó un contrato con una editorial que lanzó una
colección de postales sobre la laguna de Gallocanta.
Se sentía orgulloso al ver las primeras pruebas de la imprenta. Sólo faltaba un
título para aquella colección. Fue un chico quien lo encontró en aquel café
donde Amancio tenía las postales sobre la mesa. El muchacho se quedó atónito
mirando aquellos parajes en los que un flamenco encogía las alas y como una
flecha penetraba en el agua para salir con un gran pez en la boca. Las miraba
con tal intensidad que Amancio se sintió tentado a preguntarle:
-¿Qué nombre les pondrías?.
- Encantador de aves. Es como si hubieses
captado todos sus movimientos secuenciadamente. Uno puede ver al pájaro
moverse.
A las tres semanas la tirada de postales del encantador de aves se agotó y
Amancio recibió más encargos.
Una mañana al salir en su canoa se percató de que algo importante faltaba. Sin
dudarlo buscó un pincel, pintura y bautizó su embarcación como: encantadora de
aves. Nunca contestó a las cartas de Caramelo y siempre se negó a facilitar a
la editorial su retrato o datos sobre vida. Todo lo que necesitaban saber lo
mostraba a través de su cámara y un gran angular de veintiocho milímetros, su
objetivo fetiche.
Publicado en ED Jamais Sevilla
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