martes, 18 de septiembre de 2012

ESTACIONES


VERANO. Flotar, oscilar con el viento amoroso, ascender con cada inspiración, ahuecarse de la cabeza a los pies sintiendo el calor del sol prendido en el rostro y la frialdad refrescante del agua en un pie, que trata de calibrar donde está el fondo de cuando en cuando. Perder la noción de gravidez, abandono total al fluir de la sorpresa, arrullo de olas que rompen próximas a la arena surcando las huellas de un lecho de agua, luz de luna, corrientes y antesala de las mareas furiosas de S. Agustín.
         Enredadas las algas al cabello, la melena va y viene cubriendo el cuerpo de iodo y sal. Los gritos se silencian, el martillo constante de la pelota de tenis, junto con las hirientes rugosidades del plástico no alcanzan a ser audibles en ese instante donde la luz te desborda, cegando todo pensamiento violento contra la plenitud astral que el océano transmite, tras digerir los rayos y las lluvias de la última tormenta.
¿Quizás el inconsciente regresa a la paz del océano materno?. Quizás saboree la serenidad del origen primigenio, cuando casi todo era agua y cielo. Después de todo el origen de la vida no sería posible sin H2O.

INVIERNO. Te inmiscuyes en mi bufanda, enredas en mis bolsillos y pierdo uno de mis guantes. Los charcos me persiguen y acabo con los pies helados, olvidando los paraguas sin saber dónde, mientras busco un buzón y un estanco donde aprovisionarme de sellos. El radiocasette no conoce el descanso, Victor, Mª Dolores, Chavela me llevan por las carreteras secundarias a bucear entre recuerdos antiguos y futuros. La mano ágil, fresca escribe sobre servilletas, mientras mi nariz busca el olor de la gélida tormenta que, traerá la nieve al menos durante dos días. Podré salir a la calle silenciosa, lenta en busca del fotógrafo que inmortalizaba mensajes de amor, escritos con el dedo índice sobre el cristal de un turismo, tupido de impolutos copos, aparcado en una céntrica calle, por donde circulamos al menos
cuatro veces diarias. Existen los poetas urbanos y los grafitis son sus obras completas. A la vuelta de la esquina un helado con tropiezos de turrón, para celebrar la alegría de estar vivas, en este solsticio en el que Buenos Aires estrena el verano.
EQUINOCCIO DE OTOÑO. En el otoño el viento huele a resina seca, los árboles se quiebran. Del mar emergen las basuras que hemos cosechado. Es tiempo de recolectar los frutos de la siembra. Tiempo de choclo, de castañas asadas en las esquinas de una ciudad cuyos estudiantes se despiertan. Comienzan los ciclos de buen cine, para no sentir cómo menguan más y más esas tardes de charlas, conciertos y proyectos. Es tiempo de volver a la raíz, de podar los esquejes que sobran para renacer más fervientes y vitales la próxima primavera. El buzón se llena con los últimos rayos veraniegos que llegan a mis manos para aumentar mi colección de postales. Se retoman aquellas preguntas que siguen aguardando pacientes una respuesta. El teléfono se alborota, el microondas ilumina las madrugadas, la despensa se llena de legumbres y la planta del pie ya no volverá a sentir el roce de la hierba seca y la húmeda tierra. Pero antes la última locura: una zambullida en ese mar Cantábrico, rebelde y libre que se eleva cada año un poco más, para recuperar lo que fue suyo y un tango: Volver, cantado a dos voces, frente al semáforo, como colofón de esta estación que retorna eternamente desde el paralelo situado a 23º 27' Trópico de Cáncer para unos y Trópico de Capricornio para otros.

PRIMAVERA. En la primavera la saturación del polen en el aire reaviva al gusano loco y me pica la curiosidad, la necesidad de sorpresas, y aventuras. Deambulas por la rutina y cuando te detienes ante un espejo, te encuentras cantando una canción alegre porque sí, dejando las medias en el fondo del cajón y buscando los restos de crema bronceadora. De los estantes emergen los pactos, con sus voces serenas, para contagiarnos con su magia de sortilegios y deseos con los que alimentar el fuego de la hoguera de San Juan. En primavera comienza la danza prima, el gusto reclama la caricia fugaz de la lechuga y los poros se abren intuyendo el calor del sol, la serenidad del dolce farniente y por las noches de la videoteca sale Katherine Hepburn con su puntual invitación y me voy con ella a dar un paseo por la calurosa y radiante Venecia. El color de  los parques tiñe las miradas de aventureros, músicos, bohemios, de poetas mientras otros comienzan con las tediosas dietas.

PUBLICADO EN: Esencias Nº43, Alicante,  diciembre, 2006

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