VERANO.
Flotar, oscilar con el viento amoroso, ascender con cada inspiración, ahuecarse
de la cabeza a los pies sintiendo el calor del sol prendido en el rostro y la
frialdad refrescante del agua en un pie, que trata de calibrar donde está el
fondo de cuando en cuando. Perder la noción de gravidez, abandono total al
fluir de la sorpresa, arrullo de olas que rompen próximas a la arena surcando
las huellas de un lecho de agua, luz de luna, corrientes y antesala de las
mareas furiosas de S. Agustín.
Enredadas las algas al cabello, la
melena va y viene cubriendo el cuerpo de iodo y sal. Los gritos se silencian,
el martillo constante de la pelota de tenis, junto con las hirientes
rugosidades del plástico no alcanzan a ser audibles en ese instante donde la
luz te desborda, cegando todo pensamiento violento contra la plenitud astral
que el océano transmite, tras digerir los rayos y las lluvias de la última
tormenta.
¿Quizás
el inconsciente regresa a la paz del océano materno?. Quizás saboree la
serenidad del origen primigenio, cuando casi todo era agua y cielo. Después de
todo el origen de la vida no sería posible sin H2O.
INVIERNO. Te
inmiscuyes en mi bufanda, enredas en mis bolsillos y pierdo uno de mis guantes.
Los charcos me persiguen y acabo con los pies helados, olvidando los paraguas
sin saber dónde, mientras busco un buzón y un estanco donde aprovisionarme de
sellos. El radiocasette no conoce el descanso, Victor, Mª Dolores, Chavela me
llevan por las carreteras secundarias a bucear entre recuerdos antiguos y
futuros. La mano ágil, fresca escribe sobre servilletas, mientras mi nariz
busca el olor de la gélida tormenta que, traerá la nieve al menos durante dos
días. Podré salir a la calle silenciosa, lenta en busca del fotógrafo que
inmortalizaba mensajes de amor, escritos con el dedo índice sobre el cristal de
un turismo, tupido de impolutos copos, aparcado en una céntrica calle, por
donde circulamos al menos
cuatro veces
diarias. Existen los poetas urbanos y los grafitis son sus obras completas. A
la vuelta de la esquina un helado con tropiezos de turrón, para celebrar la
alegría de estar vivas, en este solsticio en el que Buenos Aires estrena el
verano.
EQUINOCCIO DE
OTOÑO. En el otoño el viento huele a resina seca, los árboles se quiebran. Del
mar emergen las basuras que hemos cosechado. Es tiempo de recolectar los frutos
de la siembra. Tiempo de choclo, de castañas asadas en las esquinas de una
ciudad cuyos estudiantes se despiertan. Comienzan los ciclos de buen cine, para
no sentir cómo menguan más y más esas tardes de charlas, conciertos y
proyectos. Es tiempo de volver a la raíz, de podar los esquejes que sobran para
renacer más fervientes y vitales la próxima primavera. El buzón se llena con
los últimos rayos veraniegos que llegan a mis manos para aumentar mi colección
de postales. Se retoman aquellas preguntas que siguen aguardando pacientes una respuesta.
El teléfono se alborota, el microondas ilumina las madrugadas, la despensa se
llena de legumbres y la planta del pie ya no volverá a sentir el roce de la
hierba seca y la húmeda tierra. Pero antes la última locura: una zambullida en
ese mar Cantábrico, rebelde y libre que se eleva cada año un poco más, para
recuperar lo que fue suyo y un tango: Volver, cantado a dos voces, frente al
semáforo, como colofón de esta estación que retorna eternamente desde el
paralelo situado a 23º 27' Trópico de Cáncer para unos y Trópico de Capricornio
para otros.
PRIMAVERA. En
la primavera la saturación del polen en el aire reaviva al gusano loco y me
pica la curiosidad, la necesidad de sorpresas, y aventuras. Deambulas por la
rutina y cuando te detienes ante un espejo, te encuentras cantando una canción
alegre porque sí, dejando las medias en el fondo del cajón y buscando los
restos de crema bronceadora. De los estantes emergen los pactos, con sus voces
serenas, para contagiarnos con su magia de sortilegios y deseos con los que
alimentar el fuego de la hoguera de San Juan. En primavera comienza la danza
prima, el gusto reclama la caricia fugaz de la lechuga y los poros se abren
intuyendo el calor del sol, la serenidad del dolce farniente y por las
noches de la videoteca sale Katherine Hepburn con su puntual invitación y me
voy con ella a dar un paseo por la calurosa y radiante Venecia. El color
de los parques tiñe las miradas de
aventureros, músicos, bohemios, de poetas mientras otros comienzan con las
tediosas dietas.
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