Aquella mañana de noviembre en la oficina del INEM, la cola de personas doblaba la esquina llegando a rodear la fuente de la plaza.
Funakosi sacó sus guantes de lana y se los puso. Tras suspirar profundamente, averiguó, de entre las bifurcaciones que partían de la puerta cual era la fila de las demandas. Permaneció allí, observando como se formaba un grupo de jóvenes, que acabaron sentados en el suelo jugando una partida de póker. Desde la zona de las reclamaciones los miraban con odio. Fue una mujer la que después de tres horas y media del inicio de la timba explotó y se dirigió a ellos: -¡Chavales!, ¿no os da vergüenza?. ¿Así es como pensáis encontrar un trabajo?. ¿Cómo van a tomarnos en serio, si ven esto?. ¿Hace cuánto no os dais un baño?. ¡Da asco miraros!. Ellos prosiguieron con su partida. Se reían cada vez más fuerte. Tuvo que intervenir un guarda jurado cuando la señora levantó el paraguas y se lanzó con intención de correrlos a golpes.
Funakosi estaba cerca de la puerta, pero el sol ya no le acariciaba el rostro. Permaneció inmóvil con los ojos cerrados, evadiéndose de la sombra de los rayos del sol, que olía a polvo, humo y derrota. Una hora más tarde ya estaba cerca de la ventanilla de demandas; casi todos se habían marchado. Quedaban sólo cinco personas. Faltaba un cuarto de hora para cerrar cuando un hombre de cuarenta y ocho años con el pelo alborotado y la mirada inquisitiva, abrió una lata de gasolina. Roció las cortinas, el mobiliario, a las personas que trataban de acercarse a él y sin cesar de reírse encendió una cerilla. Se quedó contemplando extasiado como se expandían las llamas. Todos salieron corriendo excepto Funakosi que trató de hablarle a través de una cortina de fuego.
- ¿Por qué haces esto?.
- ¡Estoy hasta los cojones de venir aquí, día tras día, para que siempre me digan que soy demasiado viejo!
- No debes tomártelo como una agresión personal.
- No, que va. Es un insulto a toda mi generación. ¿A que has venido?. A quitarme el poco trabajo que hay...
- ¡Basta!, para mí no es fácil estar lejos de mi familia, de mi mundo, pero no voy prendiendo fuego a todo aquello que me disgusta. Salgamos.
- No, no. Me meterán en la cárcel.
- No hay nadie herido. El techo se va a caer. ¡Salta!.
Funakosi le agarró y salieron juntos tosiendo, con las ropas humeantes. La policía les esperaba. Fueron a prisión. En la celda que ambos compartían, debido a recortes presupuestarios, Funakosi escribía y el otro hombre se lamentaba.
- Muerto valgo más que vivo. Debería haberme quedado allí dentro.
- Piensa en tu familia.
- Mi mujer lo estará celebrando. Lo único bueno que le he dado, ha sido conseguir mantener el alquiler de la casa como hace varios siglos.
- ¿Cómo lo lograste?
- Un compañero de escuela me debía un favor. Él es un picapleitos de éstos con corbata y alfiler de oro. Le sorprendí una noche que se fue de putas. A cambio de mi silencio me ofreció sus servicios gratuitos. No me lanzaron de la finca, ni de la casa. Al año le damos al propietario una gallina y media fanega de trigo como alquiler.
- Eres una persona con recursos. Tu amigo podría ayudarte a salir de aquí.
- No, yo no tengo amigos. El ya pagó su deuda conmigo. Tú sólo buscabas sacarme del incendio para ser el héroe.
- Para nada. Quería ayudarte. Comprendo tu desesperación. A mí me llevó a salir de mi país y dejarlo todo atrás.
- Mi idea de recomenzar no es la cárcel. Todo es culpa tuya. Si tú y esos negros, moros y demás escoria os quedaseis en vuestro país yo no me vería obligado a hacer lo que hice. Tu me obligaste.
Funakosi prosiguió en silencio escribiendo mientras la irritación del otro hombre aumentaba.
- Eres un mierda. ¡No me oyes cabrón!. Tenías que ir de gallito. Sigue, sigue con tus garabatos, gilipollas. Os tendrían que capar a todos, así no vendrías a joderme. ¡Imbécil, mírame!.
Funakosi tarareaba una melodía de su tierra y el otro hombre se lanzó sobre él. Comenzó a darle patadas, puñetazos y mordiscos. Funakosi seguía entonando cada vez más alto, hasta que el funcionario de prisiones los separó.
El juicio llegó y a aquel hombre le condenaron a cumplir tres años en un centro de salud mental. A Funakosi le deportaron tras drogarle y quitarle las doscientas ochenta y nueve mil quinientas sesenta y cuatro pesetas que había ahorrado.
Al cabo de dos años y diez meses, en el vagón restaurante los internos de la sección III comían. Iban hacia un nuevo sanatorio cuando en la televisión apareció un ultraligero, pilotado por un chino rodeado de grullas, en E.E.U.U. El locutor explicaba como se hizo pasar por una de las aves para llevarlas al sur. Según parece habían perdido la orientación y corrían el riesgo de morir debido al descenso de las temperaturas. Aquel granjero, Funakosi Tsé pilotaba. Al verle en la pequeña pantalla a aquel hombre se le abrieron los ojos de una forma sorprendente, dado el elevado número de tranquilizantes que había tomado. Hasta la próxima parada no cesó de articular: -Funakosi, Funakosi, Funakosi, a Funakosi no le gusta la paella...
Dos horas más tarde el tren paró en una silenciosa estación de cargas. El hombre bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres.
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