Me
acuerdo…
Me acuerdo del olor de las ciruelas
maduras, en los oídos el eco de la caricia de las ramas de los árboles,
meciéndose por la brisa marina. Eran aquellas tardes de verano, en que recorría
los caminos de tierra con el cuaderno bajo el brazo y un lápiz saltando en el
bolsillo sobre la goma de borrar. Corría hasta la base de la última cuesta y
buscaba alguna ciruela, en el suelo, a la que hincarle el diente. La limpiaba
en el pantalón y subía poco a poco, arriba me esperaba el improvisado tobogán de
piedra por el que me deslizaba, antes de entrar a la casa de Mª José, la
cartera. Con el sol salíamos al jardín y allí entre las macetas resplandecientes
y los claveles colgando de las ventanas, nos sentábamos en aquel banco de
escaño gris. El momento en que el respaldo bajaba y se transformaba en una mesa
de madera blanca, suave, era mágico. El gris de la pintura, los surcos ásperos
desaparecían y la madera de avellano sacudía las divisiones de tres cifras de
mis cuadernos, las redacciones de dos carillas no tardaban en fluir y los
pájaros llenaban esos minutos en que me asaltaba la duda: seis por nueve,… La
clase terminaba y el tobogán aguardaba para descender hasta el sabor de la
ciruela expandiéndose en la boca, llenando el bolsillo de rastros frescos,
dulces.
Cuando llovía nos sentábamos en la
salita, al lado estaba la centralita de teléfonos del pueblo. Recuerdo a Fefi,
la tía de Mª José diciéndole a la mujer que aguardaba la conferencia con la
capital: - Ya puede hablar, pase a la cabina.- Una cabina de madera, con un
taburete y una guía sobre él, situada en un rincón, a su lado aquella caja
especial con los cables que ella conectaba para después irse a la cocina
mientras hablaban o subía al piso de arriba. Llegaban retazos de conversación a
mis oídos, entre las fracciones de la tarta del ejercicio de mates.
Ya no me acordaba a qué olía el ocaso
del verano, y este recuerdo volvió a hacerse presente al tratar de recordar
como mi vida ha sido poblado de libros, de cuentos, de historias, y cómo la
semilla del gusto por las matemáticas estaba en aquellas tardes de clases
particulares.
Me acordaré de que el ocaso del
verano olerá a ciruelas maduras.
Publicado en Esencias nº37 junio 2006
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