Recuerdo que al ver su foto lo primero que pensé fue: -¿ Cómo será el tacto de su cabello negro?. A simple vista y debido a los cuatro metros desde los que le tomaron la fotografía, parecía tener la cabeza poblada de pequeños rizos, pegados a su cuero cabelludo.
Cuando mis dedos se hunden en la espesa y ondulada mata puedo sentir la aspereza y la sequedad. Las ondas brillantes invitan a navegar marcando rayas que desaparecen tras desatar un olor persistente y suave. Los mechones vuelven a su disposición natural y no queda ni un leve rastro de mis huellas. O eso creía yo.
Si lo dejase crecer unos centímetros más y llegase a alcanzar los cuatro centímetros se rizaría con la ayuda del calor y la carencia de humedad atmosférica.
Al cabo de unas semanas me llegó una invitación para acudir a un nuevo encuentro. Mis manos fueron recorriendo toda la cabeza en el sentido contrario a la disposición de su pelo hasta desterrar aquella jaqueca que le acechaba sin tregua. Las yemas de mis dedos descendieron hacia las cervicales y allí iniciaron movimientos circulares. Poco a poco fueron descubriendo las huellas de las sendas que había trazado. Y su pelo no volvió a recuperar la áspera densidad eléctrica que la caricia de mis juegos disolvió.
PUBLICADO EN: LA EXPLANADA Nº24, diciembre 2004, Alicante
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