DESDE MATHAUSEN
Tras dos años de la muerte de mi padre volví a la casa donde viví mi infancia.
La constructora iba a demoler el bloque de edificios y sentí la necesidad de
volver a aquel ático. En el interior del baúl donde mi madre guardaba su ajuar
encontré un cuaderno. Tras sentarme me dispuse a leer las únicas palabras que
contenía:
Soy un superviviente del dolor de las ausencias. No sólo de las ausencias de
aquellos a quienes amé y abandoné, sino de lugares y vivencias que me ha negado
la vida, el destino o los dioses, como prefieran. Sólo sé que me han dejado
vacíos. ¿Quién es el culpable?. Ni lo sé, ni me importa ya.
El tiempo, mi tiempo, está tocando a su fin. Pronto estaré lejos de las garras
del espacio y del paso del tiempo. Estas abstracciones que determinan las
coordenadas de la vida y las emociones de aquellos que eran como yo, miembros
de una raza, llamada humana, ya no me afectan. Estoy en otra dimensión que no
podéis comprender desde la racionalidad.
Soy un abrojo que trata de seguir
respirando, aunque mis pulmones se han embrutecido con el humo de las chimeneas
de Mathausen. Ni tan siquiera el tiempo ha logrado disipar las cenizas de tanta
masacre y tanto terror.
Cruzas el umbral de la puerta del
campo y bajo la mirada de esas dos torres de vigilancia avanzas sintiendo los
gritos y los aullidos de los prisioneros dentro de la cámara de gas letal.
Desde el interior de la alambrada de espinos te conviertes sin quererlo, en un
número más, de una lista que acumulará el polvo del futuro.
El hedor de la carne humana
chamuscada flota en el aire y las náuseas son inevitables. Deambulas de un
barracón a otro siguiendo la estela de una estrella amarilla de cinco puntas.
La atmósfera se vuelve gélida, inhóspita y la ansiedad llega a cuotas
asfixiantes, intolerables. Ecos de disparos, gritos, lamentos te aturden;
visones del pasado y del futuro que ha quedado grabadas con sangre en la
escalera de la muerte... el frío del exterminio de hiela las entrañas y sabes
que eres un superviviente, un testigo sin voz, que ya no importa a nadie,
condenado al silencio, al ostracismo y a la rabia.
Tras leerlo entendí porque mi
padre pedía siempre el pasaporte a todo aquel que entrase en la pensión y rechazó
siempre a los alemanes.
Estas fueron las últimas palabras que escribió mi padre. Nunca más escribió un
cuento, ni un verso. Mi madre me contó que antes de la guerra prometía mucho
como escritor pero, la guerra le despojó de demasiadas ilusiones.
Tras ser liberado emprendió
camino a casa. Al llegar en el sótano encontró su tazón sobre la mesa con la
cuchara sopera a la derecha y la servilleta de hilo doblaba. Bajo la servilleta
un cuaderno con las últimas palabras que mi madre le dirigió: - Cuando vuelvas
ojalá pudiera darte un buen tazón de leche recién ordeñada como a ti te gusta,
pero sólo voy a poder dejarte este cuaderno. Es tarde y van a venir a buscarme.
Espero que podamos vernos pronto, te echo tanto de menos. Un beso amor.
Mi madre murió en un accidente ferroviario junto con mil judíos más que fueron
apresados en Berlín.
Mi padre al regresar supo que donde quiera que estuviese su alma se había
quedado atrapada para siempre en Mathausen.
EDITADO EN: Nemetón Nº4, mayo agosto2000
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