Los grifos cantan su música grave,
profunda. Desde las profundidades de las cañerías ruge el dragón y llega hasta
los aseos para dependientes de la primera planta, ruge, no sale más que esa voz
quebrada, seca, y a Christian le gusta escuchar ese canto, permanece
embelesado, escuchando esas voces crípticas en las que él encuentra
mansedumbre, suavidad, caricia, escucha. Así aguardamos a que llegue la gana de
orinar y se colocan los frascos de colonias, pastas de dientes, cepillos,
bolsas con ropa interior, toallas,…
Mientras en clase la atención sigue en la
letra p, en el puzzle, en la pinza para agarrar el lápiz con más fuerza y
llegar a escribir el nombre propio, su nombre. “- ¿Aprenderán a leer? “– la
duda flota en los aires que vienen del mar, desde otras orillas.
De regreso en la clase, llega la hora de
volver a casa, el peine vuelve a recorrer los cabellos sudados, y devuelve la
apariencia grata a unos rostros que, a veces ni se reconocen en el espejo y
cuando ya estamos listos para salir, una mano busca el peine, no tiene casi
cabellos que peinar, pero reclama su dosis de caricias, sus ojos negros
sonríen. _”Es hora de irse a casa, con mamá. “- le digo mientras el peine
rastrea su cabeza suavemente y le susurro:- “estás muy guapo”.
Publicado en Amanecer, Nº 16, septiembre-octubre 2012
La comunión de la ternura
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