El calor húmedo era pegajoso, insoportable. La ropa se pegaba al cuerpo y no cesábamos de sudar. Deseaba zambullirme en el agua del océano pero aún quedaba más de una hora para concluir la digestión. Mi madre no me dejaba meterme en el agua y para evitar la tentación caminaba conmigo por el paseo marítimo, mientras mi padre dormía la siesta.
Suspiraba, mis ojos se abrían como platos ante la visión del puesto de helados. Y supliqué: –por favor,... me muero de calor.- Y accedió a comprarme un helado pequeño, - de naranja,... por favor-.
Lo tenia entre las manos, ella le dio el primer lametón y me lo ofreció con una servilleta, lo agarré por la puntita ante sus incómodas advertencias: - te va a caer y no te compro otro._ Hice oídos sordos y cuando por fin la boca se me hacia agua, pensando como se derretiría sobre mi lengua, expandiéndose entre los dientes alcanzando las encías, la bola anaranjada se precipitó al suelo. Ante mi tristeza y frustración un sonoro y rotundo: -¡ya te lo advertí!.
Abandoné este sabor de mis preferidos y a partir de entonces las naranjas las tomo en zumo o me las como gajo a gajo, para combatir los resfriados que me persiguen en mi manía de andar descalza en cualquier época del año.
RON CON PASAS Y SIROPE.
ESTRACHATELA CON MORAS Y FRAMBUESAS
Nuestro ansiado viaje comenzó a las 7:30, tras cuatro horas y media de viaje la indicación de la chica de información nos había dejado al otro extremo de la avenida en la que nos esperaban para comenzar nuestro periplo africano. En el metro las escaleras mecánicas no funcionaban y mientras la corriente humana ascendía nosotras bajábamos con más valijas que manos. Al percatarnos de las cuadras que distaban desde EL Templo Bo a nuestra ubicación nos dimos cuenta de que la valija estaba rajada. La fricción con las ruedas del carro había comido las costuras y la abertura alcanzaba los cinco centímetros. Una chancla asomaba y decidimos pedirle a un viejo que extendía los periódicos por el banco uno de ellos. Nos dio una revista que plegamos y colocamos con carcajadas entre las ruedas y las maletas. El papel cuche sirvió para remendar aquel tropiezo. No había ni un bar en el que tomar una bebida fría o llamar a un taxi Y seguimos caminando. Hasta que vimos un enorme cartel que anunciaba: La Vaca de Argentina. Llegamos y de la puerta colgaba un cartel en el que se podía leer: cerrado por vacaciones. Seguimos nuestro periplo hasta encontrarnos frente a una heladería. Entramos el equipaje y justo cuando íbamos a pedir entró un cámara y una periodista blandiendo la alcachofa nos dijo: - Os importaría decir para la cámara en otoño comemos helados?.
Sudorosas y cansadas tras doce horas de viaje le respondí: - Mira reina, me llevas a la altura del Templo Bo y digo lo que tú quieras. Llévanos y te hacemos el anuncio completo la tipa se quedó mirándonos con cara de sorpresa y desde la otra esquina del bar, nos filmó comiendo nuestras dos copas de helados: - Ron con pasas y sirope.
- Esta bien, _ dijo la periodista_ después de todo no hemos encontrado en todo el día una imagen más fiable y en la que se traduzca mayor placer al ingerir tantas calorías.
Aquella textura espesa, acaramelada, se deslizaba con lentitud entre las rugosidades de las nueces envolviéndolas por completo, suavizando su línea, sus contornos. Pero a pesar de que aquel helado lograba mitigar la nostalgia, no era capaz de lograr la reconstrucción de sus recuerdos. Su sabor era el detonador de un viaje hacia el pasado, al otro lado del océano, cada vez que iniciaba ese bocado con todo el ritual que seguía, observando como se deslizaba, oliéndolo, saboreándolo desde la punta de la lengua hasta sentirlo disolverse entre su saliva, envolviendo las encías y la base de la lengua, cada vez su mente le había transportado a Bariloche, a Patagonia, a San Telmo, mientras que los rostros con los que había compartido aquel placer se habían borrado. Necesitaba volver a sus orígenes para saborear una fabada allí, y saber si su capacidad de recordar no podía retener el futuro, ni el presente. Había una parte de ella que no estaba en ningún lugar, flotaba y la hacia relativizar casi todo, caminar de puntillas y de vez en cuando aletear. Una vida estaba comenzando en una orilla del océano y no podía seguir siendo una fresa lanzando estolones tratando de no perder la raíz.
Sacó pasaje y volvió. Sentada en uno de los botes de remos con una copa de vino tinto recordó el chacolí, el sabor denso de la fabada y asumió su naturaleza de fresa, cuyo campo fértil está en el océano y en los aviones están los estolones que le permitirán afianzarse y autoafirmarse desde un presente hacia un ayer soñado y un futuro inventado a cada paso. Sólo tenía que darse la licencia de saborear un poquito de dulce de leche con los ojos bien abiertos y perder la mirada más allá del elogio del horizonte.
Publicado en Esencias Nº25, Año III , junio 2005
COCO CON CHOCOLATE BLANCO
Trocitos de coco chasqueando entre los dientes, a lo largo de horas y horas. Olvidarse de todo frente a ese delicioso sabor, dejar atrás los trabajos pendientes, las llamadas por hacer, los mensajes que responder, todo y descalzarse. Sentir la arena mojada bajo los pies, el agua fría mojando los pies, haciendo que salte, salté y grité:
- ¡Qué fría está!.- Reírse sin más, de una ola osada y valiente que te mojó hasta las bragas y reír, reír hasta doblarse. Sentir el sol lamiendo los pantalones que van despegándose de la piel y los ojos sosegados zambulléndose en la espuma blanca. En el interior el cerebro segrega el caldo de la felicidad. Y tatareas una vieja canción... mientras giras, giras sobre la arena hasta caerte y tumbada de cara al cielo saludas a la luna con un guiño.
Cuando llegue el invierno el sabor del helado de coco te hará revivir esta sensación de placer, mientras contemples el puerto deportivo, las panzas de burro que en el horizonte amenazando con descargar todo su ira, y recuperarás la serenidad al fijarte en los frutos de la palmera.
El sol centelleaba y ante las sombrillas multicolores la brisa traía hasta su nariz una mezcla de algas, patatas fritas, cremas hidratantes. La claridad invadía los recovecos de aquella arena infectada de turistas y él aguardaba su turno en la cola, ahuyentando con miradas hostiles, las esquivas de un niño que cubierto de arena y con el pelo mojado no alcanzaba al mostrador para leer los carteles con los múltiples sabores.
Llegaba su turno y pedía en tarrina mediana, sabor a fresas. Se arrimaba a la barandilla y lo saboreaba mientras contemplaba como una bañista tímida se iba adentrando en el agua. Ese era el momento más ansiado de todo el verano. El helado se acababa cuando la mujer flotaba ya, mecida por aquellas aguas de las que se alejó de los equinoccios cuando conoció a Thelja.
Ahora estaba solo, aquella mujer no era Thelja, ni gozaba ya del océano. Pero aun así, mantenía su fidelidad al helado de fresas.
Publiado en : Esencias Nº 29, octubre 2005
ROSAS
Sus ojos buscaban un sarib de fresas, pero no tenían ni en aquel restaurante, ni en el hotel, ni en los puestos ambulantes que rodeaba y cruzaban cual arterias el gran Bazar. Thelja había comprado oro, sedas, alguna gabett y jabón de Alepo. Le faltaba el onix. Había viajado hasta allí, para contactar con los sirios que se lo venderían a buen precio. Aquella noche volvería hasta la casa alquilada y pasadas otras dos noches volverían a España.
Enrique no entendía el afán de Thelja por mantener su constante presencia en aquellos viajes. Desde que llegaron se dedicó a ir de compras y a visitar a familiares, mientras él se sentía ajeno, extraño ante tanto derroche de hospitalidad. Seguía sin sentirse cómodo en aquella familia que trataba de acoger a su nuevo miembro, con la mejor de sus galas. Él había dicho aquellas palabras en árabe en la mezquita para complacerla a ella. Jamás entendió esa doble personalidad, ni la necesidad que tenía de desarrollarla.
Thelja en España no hacía salat, no renunciaba a un buen vino. Sólo rechazaba el cerdo y cumplía con el ayuno de Ramadán, más por reencontrase con sus compatriotas y saborear el babaganush, un buen cuscús, una harira, y al ritmo de Fairuz, bailar, festejar cada tarde, alrededor de las 18:00 con la puesta de sol, que por volver a reanudar su diálogo con Dios.
En cambio allí, era otra mujer y su máxima rebeldía consistía en comprar diversos sarib de sabores exótico: piña, pistachos, coco hasta llenar la nevera y ofrecérmelos cada tarde, mientras ella se iba a la azotea a tender la ropa y yo aguardaba con su cuñado jugando una partida de ajedrez. Ellas volvían tras declinar el sol y realizar su ultimo salat, con la cena. Cenas en las que el olfato y la vista relajaban a todos ellos, sonreían con los ojos, plácidos, serenos gozaban de cada bocado mientras las especias en mi estómago eran leña para el volcán ulceroso. En la alcoba la interrogaba hasta perder las fuerzas, ella escuchaba y guardaba silencio. Tras decidirle que necesitaba este reencuentro con su tierra para equilibrarse y disfrutar del helado de fresas que compartíamos en el lecho, a la hora de la siesta, en su apartamento en Madrid.
El quería estar con ella y no tener que pasar el día en conversaciones sobre política, o tomando tés en el café de la esquina, viendo como negociaban en el zoco con una sonrisa en los labios e intercambiando pareceres sobre la vida.
Ante ese muro que representaba Alá y su Corán le venía a su cabeza la frase de la Cábala - “ Dios cuenta las lágrimas de las mujeres”- y una pregunta: _ ¿Quién cuenta las lágrimas silenciosas derramadas por los hombres, que no nos resistimos a cuestionar esas tradiciones?._
Cada vez se sentía más extranjero en aquellas casas hospitalarias, en la que no respetaban su necesidad de bañarse con su esposa e ir a hacer la compra con ella.
_ ¿Acaso dudas de mi hombría?. _ Llegó a preguntarle a ella. Y le respondió con un nuevo silencio de su boca, acompañado de una nueva infusión de rosas y azahar que calmaba su ira.
Supo saboreando un helado de rosas que, aquel sería el último viaje en que la acompañaría a su tierra.
Hay una parte de ella que se escapa, que se escurre, que se funde como la nieve y no es posible alcanzar, abarcar. Y le escribió:
“Así que mi querida Thelja aguardo a que retornes el camino hacia este cielo oscuro que barrunta tormenta, para gozar de tu esplendor cuando vuelvas a mi cubierta con hena.
Besaré tu segunda piel, de la que te despojas cuando vuelvas a mi salón con tus mejores sedas, inundando esta atmósfera con tus especias: el comino, la sal y la pimienta.
Regresas y soy feliz, fotografío cada instante porque quiero aprehenderme de ti, para no sentirme tan sólo el día en que no regreses a este occidente, como me dijo aquella mujer al verlo en el poso del café en el que están escritos los avatares, desdichas y caminos de cada paladar, de cada alma.”
Publicado en Esencias Nº39, agosto 2006
PIÑA, COCO Y PISTACHOS
La lengua ávida recorre el enorme cucurucho por el que se deslizan los tres sabores. Hace demasiado calor y mi lentitud al saborear hace que se deshaga su consistencia y se haga presente tu recuerdo, Thelja.
Thelja... Eres la nieve que dio fertilidad y frondosidad a lo mejor que había en mi. Tuvo que pasar tiempo para comprenderlo como lo comprendo ahora, pero gracias a ti mis deseos de posesión se aplacaron. Aprendí a aguardar en silencio las respuestas. Había demasiado egoísmo en mi para poder escuchar la verdad que encerraba la ausencia de tu voz. Ese afán de posesión hablaba de mi miedo, de mis inseguridades, del deseo de permanecer estático, cuando todo fluye y nadie es capaz de retener la marea. Hay que alejarse para volver a reencontrarnos y tener algo que compartir.
Ahora que media una distancia oceánica entre nosotros, te siento más cerca que cuando despertaba a tu lado. Y cada año al empezar Ramadán tu recuerdo se hace presente. Me voy al supermercado y me compro un helado de piña, otro de coco y por último, otro de pistacho. Luego regreso a casa, araño la superficie de las tres tarrinas y con una gran bola sobre el cucurucho, subo a la azotea. Entre las antenas parabólicas, en esta ciudad que siempre te entristeció al llegar el verano, y quedar deshabitada, me como el helado saboreándolo y dándote las gracias por todas las semillas que hiciste brotar en mí.
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