Pensar el color blanco trae a mi mente imágenes de nubes con formas prominentes, cercanas a la curva de la felicidad. Nubes pegadas a la línea del horizonte azul celeste sobre las que se eleva en un estallido la espuma de este mar Cantábrico enfurecido. Los azules del cielo y el mar se desperezan al caer la tarde y el blanco luminoso se va tornando amarillento como las natillas, rosáceo como el algodón de azúcar. No consigo olvidar aquellos palos de madera que se tambaleaban tras la incursión de nuestra mano tomando un pedazo con la suficiente rapidez para que no se deshiciese entre la saliva de los dedos.
Lo cierto es que ya sea el papel en blanco, la arena, la tiza, el merengue, la harina y la tempera blanca han estado incitándonos desde el comienzo de la primera pintura rupestre a iniciar un juego creativo. Y de todos estos objetos hemos hecho el blanco de nuestra necesidad de mostrar una parte de nosotros mismos y de los demás.
Hay quien define este color como ausencia pero en él están contenidos todos mis futuros posibles.
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