lunes, 10 de septiembre de 2012

MADUREZ


Miedo, miedo de no ser lo que el otro espera; miedo a no encontrar una razón para seguir luchando por conservar lo que poco a poco hemos empezado a sentir y nos enfrenta cara a cara con nuestras contradicciones; miedo ante las sorpresas que traen los cambios; miedo a perder: la mirada inocente, la fe ciega, el coraje de la osadía pueril, la capacidad de transmitir y gozar de la belleza contenida en una caricia inesperada. Miedo de los miedos que trae consigo el dolor del último estirón de la conciencia cuando ya te dicen. - Señora - en las tiendas. Miedo a los dedos que señalan y cuchichean sin pudor sobre lo que desconocen; miedo a dar un paso de puntillas mirando a tu alrededor. Miedo ante los miembros que no responden a los anhelos; miedo a perder el efímero y falaz equilibrio que nos otorgan los cachivaches que almacenamos en nuestras casas; miedo al dolor; miedo ante el último punto y final, la muerte.
         Pero el mayor miedo que yo albergo es el miedo de tener miedo. Porque cuando soy prisionera del miedo mis pensamientos, mis sentimientos, mis acciones, en definitiva mi ser se paraliza. Y esa quietud es tan asfixiante y te deja tan vacía como las huellas que deja detrás suyo la calavera envuelta en su sotana negra, con su guadaña al hombro.


PUBLICADO EN EL MONOGRÁFICO de Etcétera Nº 30, febrero 2000

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