lunes, 10 de septiembre de 2012

CALLE AZCÁRRAGA

Plano de la ciudad de Oviedo
Situada ente los cuadrantes F4 y E4, la Calle Azcárraga.

Mi ciudad no se parece a la silueta de un jamón como la isla de Manhattan, ni a una cuadrícula perfecta, mi ciudad se adentró en la literatura de la pluma de Clarín bajo el nombre de :Vetusta, “la heroica cuidad que dormía la siesta”... Fundada en el S.VIII en la falda del monte Naranco fue expandiéndose poco a poco hacia el oeste y el este. La calle en la que nació mi madre se llama Azcárraga, conocida entonces por la Vega. Calle muy pendiente, en la que los coches pierden control cuando caen algunos copos de nieve. Mi calle ha cambiado mucho en estos últimos treinta años.

Recuerdo que al mirar por la ventana que daba al balcón, lugar prohibido para mí, veía los gatos callejeros corretear sobre la negra muralla. El kiosco de enfrente era la parada obligada para comprar alguna porra y regaliz rojo. En la casa de enfrente, el peluquero hacia girar su silla y afeitaba a los hombres, con navaja. Tres casas más abajo estaba la tienda de ultramarinos donde había un poco de todo. Y en la casa de al lado con la pared desconchada en forma de gato, tras sus muros, Juanita la loca, mujer de mirada escrutadora, directa, punzante, se tornaba soñadora, huidiza entre sus sartenes y pucheros. Las tablas del balcón crujían, estaban medio podres y no me dejaban asomarme, pero me gustaba atisbar lo que ocurría más allá de esa reja, en la que mi bisabuela dejaba que las lecheras que venían a vender la leche a Oviedo, a un módico precio, atasen allí a los burros.
           
La barbería cerró e inauguraron una tienda de música que duró poco tiempo abierta. Luego un pub, La Pantera Rosa, el primer local de ambiente homosexual. Entre los barrotes del balcón sólo veía la puerta y adivinaba una barra poblada por hombres. Eran hombres guapos, muy varoniles, con su chaqueta americana. Algunos entraban tras comprobar que no los veían, otros en cambio lo hacían con total naturalidad. Estuvo abierto durante años, aunque pasó a llamarse Chez Nous. Aprendí entonces que las apariencias engañan y que uno no debe juzgar a la ligera.
La tienda de ultramarinos cerró después de jubilarse la dueña y tuvimos que comenzar a frecuentar las grandes superficies comerciales. Caminando siempre iba hacia arriba y lo que ocurría casas abajo eran noticias que traían los mayores: se incendió el nº32, cierra el Bar Alvant, hay plazas en le garaje Méjico...
Empezaron a caerse casas en la parte de abajo de la calle y comenzaron a construir en su lugar enormes edificios de cinco plantas. Limpiaron la muralla y ahora está de color marrón por lo que no me reconozco en ella. Le faltan los Pendientes de la Virgen colgando en mayo, las plantas silvestres, y los gatos. Por fin, podía sacar al balcón la mesa y estudiar. Llegué incluso a escribir más de un cuento sentada, tomando el sol por la tarde. Durante unos meses mi casa estuvo bañada por el sol todo el día porque de la casa de Juanita la loca sólo quedaba el espejo del baño colgado de la pared, hasta que una excavadora acabó con él.
Chez Nous cerró sus puertas y en su lugar una tribu urbana de hevis  no alcanzó a un año de permanencia, sobre ese local, la terraza del Bar Cundo, daba la bienvenida al buen tiempo, a los estudiantes de Filología, luego a los de Extensión Universitaria, y después a los de Psicologia. Estábamos en la zona de la movida y los bares de copas junto con los carteles de los vecinos protestando por el ruido. Batallando contra la nueva Fé: la noche es joven, vive rápido y deja un cadáver bonito. _“A las diez en casa”.-
Hoy, en este instante en que me asomo por la ventana de mi despacho, en la calleja de la ciega ya no están ni cocainómanos en su ritual, ni el eco de los gritos de la hija de Juanita la loca. Desde la ventana de la cocina, al fondo, elevando la vista sobre la fábrica de gas y los faroles de la calle Paraíso,_ la última morada que nos aguarda a todos, San Salvador,_ y desde el balcón, puedo ver en lugar del kiosco, los huecos de las flores que esta temporada el alcalde ha mandado traer a un elevado coste.
En el edificio de enfrente al desalojar la policía a los ocupas, con sus cartones, sus crestas verdes y anaranjadas, que me solían pedir una escoba de vez en cuando para barrer y hacerse un hueco entre los cascotes, llegaron las firmas de las hipotecas y las tribus de cibernautas, que sacuden el mantel por la ventana y salen a la terraza a programar el centrifugado y hablar por el móvil, mientras consumen su tiempo cigarro tras cigarro, sin alzar la mirada. Ya no presto mis oídos a lo que ocurre ahí fuera, ya no hay tiempo para contemplar un retazo de los vuelos en círculos de las palomas alrededor de la torre de la catedral.
Voy a por el coche hasta el garaje Méjico a las 20:30H y  me quedo un rato mirando la cola de vagabundos que aguarda a que el Café Calor abra sus puertas. Algunos se tambalean, discuten, se pelean por el ultimo trago del tetrabrik. No hay brillo en sus ojos, no hay más que resignación e inercia. En los titulares de prensa el PP y el PSOE se lanzan acusaciones por la piscina que acaban de abrir a la altura del Nº29 de mi calle. Al regresar tras pasar la semana trabajando a mil metros de altitud, no reconozco nada, hasta que llego frente a la casa que el espíritu de las mujeres Vizcaíno mantiene en pie, dando vida a los sueños, a la capacidad de lucha y ofreciendo un lugar donde poder ser uno mismo. Mi casa, una casa con buhardilla, de escaleras de castaño, por las que han descendido pianos, ataúdes, bicicletas, jaulas con pájaros, y tantas personas como historias quedan aún en el tintero.

PUBLICADA EN: Etcétera, Nº46, sept 2004 año XII

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