lunes, 10 de septiembre de 2012

MIRADAS

Buscaba a su alrededor y veía retazos acuáticos azul celeste surcados por otros, como el verde agua en el océano. Olía las algas secándose al sol, con tal intensidad que provocaba en ella ganas de vomitar, tocaba la arena áspera sobre los cantos rodados y el sabor de la sal despertaba el ansioso deseo de beber agua fresca, oía las olas romperse en la orilla y las voces de los niños gritando en el agua y solía detenerse a escuchar. Aquel verano era una chica de veinte años pasando unos días en casa de una amiga. Las vacaciones se terminaron y pasó un tiempo.
         Al cabo de unos años volvió, se sentó en la misma roca y una ola alcanzó la planta de su pie izquierdo. Entonces la brusquedad del contaste entre la caricia del sol y la frialdad del agua la llevó hasta aquel instante en que la música de Michael Hoppé liberó los ecos pasados que se agolpaban en su memoria y el consiguiente apetito prohibido. La cucharilla de café se hundió silenciosa en el cremoso helado de fresas. Poco a poco, en sucesivos movimientos circulares, el helado se fue adhiriendo a las emergentes rugosidades del pezón que al sentir la caricia amorosa del helado y aliento goloso del amante se endureció y se irguió en busca de la cálida fusión que desató el contacto de la lengua ávida rozando con suavidad, lamiendo y succionando con lentitud.
Una pelota rozó su rostro y con brusco desconcierto miró a su alrededor. A dos metros de ella, una mujer jugaba con un niño de unos tres años en la orilla y pudo escuchar, en las profundidades de su cabeza con total nitidez, la voz de Daniel, su hijo, desafiando al mar como si fuese Ulíses, antes de ser tragado por la resaca y ante la impotencia del socorrista ante su primer cadáver. Las lágrimas brotaron y su vista se nubló; una atmósfera gris la envolvía y el cielo se tornó plomizo tras devorar al sol.
El olor de la carne quemada en la parrilla del chiringuito la transportó a los campos de batalla donde había testimoniado con su cámara fotográfica el horror de los conflictos bélicos. Todas las imágenes se agolparon en el fondo de sus ojos y una vez más se preguntó: ¿Por qué los hijos han de morir antes que sus padres? El dolor que llevaba a cuestas era la única respuesta.
Nadie en la playa reparó en cómo se desnudó y caminó erguida, con paso firme hacia el mar. Nadó hasta quedar exhausta y justo en el instante en que el sabor de la sal, y el yodo habían conseguido aniquilar toda sensación, toda emoción y necesidad, el olor a pescado la hizo abrir los ojos y sintió una atracción desconocida que la abarcó para alzarla hacia la superficie del agua. Minutos más tarde, en la cubierta de un barco pesquero, Omar reanimaba a la mujer que había capturado junto con las sardinas. Ella abrió los ojos despacio y pudo ver en aquella mirada el horizonte limpio, infinito y preñado de posibilidades al que trató de trazar rumbo durante toda una vida. En aquel instante supo que estaba al inicio de la segunda oportunidad que nos ofrece la vida para renacer, desde el alma a los sentidos.


 Publicado en: LA EXPLANADA, Nª22, octubre 2004, Alicante

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